Un lugar para conocer la mística cisterciense en sus más variadas manifestaciones (las tradicionales: monásticas, caballerescas-Temple y otras órdenes de caballería- y las más actuales: laicales y el zen cristiano) abierto a tod@s los que sienten interes por ella o desean encarnar en sus vidas este carisma tan plural.

martes, 20 de julio de 2010

Reflexión desde Santa María de Huerta: No a una visión maniquea de la Iglesia, por Isidoro Mª Anguita.




Cuando el viento sopla a favor existe el peligro de la autocomplacencia, de creer que el éxito es fruto de nuestro esfuerzo. Todo se hace más sencillo, nos sentimos en la verdad y puede que surja la tentación de medrar y buscar lugares más vistosos de poder. A los políticos los vemos también tranquilos cuando su partido tiene una cómoda mayoría, siendo la sonrisa y la lisonja el anzuelo que llevan puesto por si algo pueden pescar.

Pero cuando las cosas van mal surge inmediatamente la tentación de buscar culpables. La división interna aparece con facilidad, sobre todo cuando el paso a ser minoría ha sido reciente, y ya no se goza de la seguridad anterior. Y cuando el tiempo pasa y no vuelve el protagonismo de antaño, se entremezclan sentimientos y realidades muy diversas que no siempre se disciernen atinadamente: ¿Será que el barco se hunde y hay que prepararse a bien morir? ¿Será que estábamos equivocados? ¿Será que estamos pasando por un desierto temporal? ¿Será que este mundo está tan errado que no es capaz de entendernos ni saben lo que se pierden de ciegos y sordos que están? ¿Será que nos falta el ardor suficiente para hacer prender nuestro fuego salvador en el mundo? Y si eso es así, ¿no convendrá apartar los tibios tizones y encender nuestras antorchas para que un nuevo y antiguo fuego prenda en el mundo por su propio bien?

Es saludable mantener una actitud crítica y buscar las causas de nuestros males para poder mejorar. Pero es bueno también hacerlo con gran humildad y gratuidad, y no siempre lo hacemos así. La reacción más común es la de buscar culpables fuera de nosotros mismos donde descargar nuestras culpas, miedos y decepciones.

Sin duda que estamos pasando por un tiempo en el que somos minoría aparente, que no numérica. La minoría, como la precariedad, puede ser signo de decrepitud o de nacimiento. Tan necesitado está un bebé como un anciano terminal. Nuestra vida no es algo lineal, sino que encierra sucesivas etapas que vamos concluyendo para abrir otras nuevas. Por ello experimentamos continuos altibajos que encuentran en las “crisis” los puntos de inflexión necesarios, allí donde la fragilidad del final de una etapa se confunde con la fragilidad del comienzo de la siguiente.


Saber vivir esos momentos es algo crucial. Quien no encuentra la esperanza en el futuro, se aferra a la etapa anterior, desesperanzándose o teniendo como única esperanza el retorno de algo que se nos va como la vida misma. Es entonces cuando buscamos culpables fuera y dentro de nuestro grupo que nos alivie el sentimiento de culpa, y nos dé la seguridad de caminos ya trillados que se revelaron útiles en otro tiempo.

En tiempo de “crisis” (juicio) necesitamos ser “críticos” (capaces de juzgar), saber “elegir”, saber dejar lo que ya no vale, saber continuar con lo todavía útil y saber acoger lo nuevo que nos ayude. ¿Qué hacer en concreto en nuestra vida cristiana hoy? Dos cosas no han caducado ni caducarán: vivir en unión con Dios y amar al hombre; oración y caridad, nos recuerda Jesús cuando sintetiza los mandamientos en dos. Cuando nos movemos con estos dos pies la minoría tiene la fuerza victoriosa del Crucificado desnudo y derrotado antes de ser glorificado. Una gloria que, no lo olvidemos, no es de este mundo. Trabajemos por ser los cristianos hombre y mujeres de oración que viven en Dios y desde Dios. Trabajemos por ser testigos del amor de Dios para con los que sufren y han sido depositarios de las bienaventuranzas de Jesús.


Trabajemos por ser fieles anunciadores del evangelio como buena noticia para los hombres, también para los de hoy. No tengamos miedo a ser rechazados por “ofrecer” una buena noticia exigente. Tampoco tengamos miedo a los que se dejan llevar por la tentación de un poder religioso que se impone y no sólo propone, pues esta tentación arrastra un corazón no purificado. La política, los nacionalismos, los mesianismos, la religión, cualquier gran principio salvador de la vida ha de pasar por la prueba del despojo de la cruz y quedarse en ello para que el Padre –y no otro- lo confirme en la glorificación.

“Si en verdad es hijo de Dios que baje de la cruz y creeremos en él” (Mt 26, 43), decían los que se habían apropiado de la ley, escandalizados por el Dios que presentaba la cruz de Cristo. Para creer a veces pedimos barbaridades. Y Jesús se queja de que sólo le buscamos por interés, porque nos da de comer (Jn 6, 26). Pero él no quiere reinar sobre nosotros así: “Al darse cuenta que venían a hacerle rey, se retiró de nuevo al monte él solo” (Jn 6, 15).


Anunciemos el evangelio con ardor, de palabra y en la vida. Vivamos unidos a Dios en la oración, por la fe y la esperanza que alimentan la caridad. Busquemos hacer partícipes a todos de la buena nueva de Jesús, aceptando la incomprensión y sin caer en la tentación del poder, proponiendo sin imponer. Pero, sobre todo, no rompamos la comunión en Cristo. Si la diversidad de sensibilidades embellecen la Iglesia cuando se respetan mutuamente, los partidos enfrentados en su seno la destruyen, como lo hace la búsqueda de culpables a los que arrinconar. No son las formas de pensar de las personas lo que daña a la Iglesia, sino sus actitudes y pecados.


“Pero si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis a destruiros los unos a los otros!” (Gál 5, 15). A veces se ven demasiados mordiscos en el seno de la Iglesia, y “todo reino divido queda asolado, cayendo casa contra casa” (Lc 11, 17). La crítica y la corrección mutua son necesarias para vivir en la verdad cuando se hacen desde el amor y con amor. Pero la exclusión, el insulto o la descalificación, son reflejo de egos alejados del evangelio que sólo traen la división. No seamos el hazmerreír de los no creyentes, sino la luz que ilumina y atrae.

miércoles, 14 de julio de 2010

Homilía en el día de San Benito (11 Julio).




El Domingo 11 de Julio, los monjes celebramos la memoria de San Benito de Nursia, cuya Regla para monjes seguimos. Aquí queremos compartir la homilía que dio el P. Ricardo en la misa.


Solemnidad de San Benito, 2010

Proverbios 2,1-9. Col 3,12-17. Mt 5, 1-12a

Hoy celebramos la solemnidad de nuestro padre San Benito, abad. Su vida y su obra son tan importantes para la tradición monástica que se celebra como solemnidad y aun cuando caiga en domingo. San Benito es padre de monjes porque bajo su regla han militado generaciones de monjes y monjas desde hace más de mil quinientos años. Nuestro Papa Benedicto XVI lo venera tanto que asumió su nombre cuando fue elegido.

Por medio de la primera lectura la Iglesia coloca a san Benito entre los sabios y maestros de la historia. No es sabio el que almacena muchos datos sino más bien el que percibe la conexión entre los datos disponibles y logra sacar conclusiones coherentes. Una cosa es recopilar datos y otra es saber interpretarlos y percibir sus implicaciones. Y por supuesto no sería muy sabio si su modo de vivir, su respuesta al don de la vida no reflejan esa sabiduría.

Lo llamamos maestro porque tuvo algo significativo que decir al hombre de su tiempo y porque lo supo decir; fue escuchado y sigue siendo escuchado. Desde su adolescencia la sagrada escritura fue el alimento del alma y del corazón de san Benito. De la palabra de Dios aprendió el arte de vivir. Asimiló y vivió los valores de los evangelios a fondo, hasta sus últimas consecuencias. Por eso en el evangelio de hoy hemos escuchado las bienaventuranzas que resumen el camino trazado por nuestro Señor Jesucristo. Quien así vive no solo refleja las enseñanzas de Jesús en su comportamiento sino que llega asemejarse más y más al Hijo de Dios. Toparse con esta persona es en cierto modo toparse con Cristo.

Según la lectura de Proverbios lo que el maestro espera del discípulo es que preste atención. No basta que escuche pasivamente. Tiene que invocar su inteligencia, aplicarla diríamos hoy en día, ponerse las pilas. Al discípulo le toca procesar y poner por obra lo que escucha del maestro y lo debe hacer con el empeño, el entusiasmo y diligencia del que busca un tesoro.

Continuemos explorando la primera lectura: La palabra “prudencia” aparece tres veces. Debe ser importante. De hecho santo Tomás de Aquino la considera la más importante de la virtudes cardinales que incluyen justicia, fortaleza y temperancia. Según el catecismo la prudencia nos capacita para discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien, lo que realmente nos conviene y elegir los medios rectos para realizarlo. En su primera carta san Pedro dice “sean sensatos y sobrios para darse a la oración”. Agreguemos sensatez y sobriedad a la lista de palabras claves. Es la prudencia que nos permite aplicar los principios morales sin error a los casos y circunstancias particulares que se nos van presentando y nos capacita para superar las dudas sobre el bien que debemos hacer y mal que debemos evitar.

Ahora cabe preguntar qué beneficio puede esperar el discípulo que presta atención y pone por obra la enseñanza recibida. El maestro mismo responde “Entonces comprenderás el temor del Señor y alcanzarás conocimiento de Dios. Con estas palabras del libro de Proverbios podemos resumir lo que san Benito ofrece a sus hijos e hijas: un camino y unas herramientas primero para alcanzar el temor de Dios, condición indispensable para el inicio del camino de retorno al Padre, camino que según san Benito está defino por la humildad y la obediencia y que resulta la actitud propia del que reconoce y acepta con agradecimiento el don del la vida, el hecho de ser creatura dependiente.

El que recorre este camino llega a la plenitud de vida, al conocimiento de Dios que es el conocimiento del amor, de amar y ser amado. Y sabemos que cuando el hombre aprender a amar está haciendo lo que es Dios. ¡Palabras mayores!

San Benito fue hombre de paz. Guerreros conquistadores llegaron a postrarse ante él. Sus monasterios siempre han sido lugares de paz donde adversarios pueden mirarse a los ojos y hasta darse la mano. De hecho esto ha ocurrido en nuestra hospedería.

El propio san Benito resume su enseñanza y su vida con el siguiente consejo: “No anteponer nada, absolutamente nada, al amor de Cristo.”

Queridos hermanos y hermanas, por intercesión de san Benito pidamos al Señor que así sea en la vida de cada uno de nosotros.