miércoles, 3 de noviembre de 2010

Los Peligros de la Iluminación según el Zen y la Mística Cristiana.



Son muchos los que creen que el final del camino espiritual es conseguir la llamada “Iluminación”, “Kensho”, “Satori”(como dicen en el zen japonés), la experiencia de ir más allá de los propios límites, de unificación con la Realidad.

Algunos juzgan al cristianismo una tradición “menor” porque no se centra en esta experiencia o la expresa de modo menos “absoluto” a otras Tradiciones que hablan de “Vacío”, “Liberación Total del yo”… enfatizando siempre el cristianismo la no disolución de la persona (que no es lo mismo que el individuo o ego) en la experiencia. La experiencia final es de adualidad no de monismo, de comunión con todo sin dejar de ser quienes somos, de Amor.


Está claro que esta experiencia de Iluminación es importante en el camino místico y nos abre a ver la realidad como verdaderamente es, con su belleza y profundidad, desconocida mientras la vemos desde el ego. Si bien, quedarnos en la experiencia de la Iluminación es alejarnos del Camino.


La experiencia de la Iluminación o Contemplación es sólo una experiencia (extraordinaria si se quiere) y la meta del Camino es la Transformación de nuestro ser, saliendo de nuestra visión egocéntrica y viviéndonos como comunión con Todo y todos sin dejar de ser quienes somos. La meta es el Amor.


La experiencia nos lleva a ligarnos más a nuestra tradición, a nuestra comunidad, a nuestros maestros, a nuestros hermanos, en especial, los más pobres y desvalidos. Nos hace más humildes y necesitados de la guía de la comunidad, sin dejar de ser lo que somos y entendiendo la comunidad no como una institución uniformadora sino como una comunión desde la pluralidad de sensibilidades y caminos. Nos puede hacer críticos con la institución desde el profundo amor y unión con nuestra comunidad espiritual.


En todas las tradiciones se ha dado el peligro de quedarse en la Iluminación. Así, en el Zen el maestro Hakuin habla de la enfermedad zen (en el cristianismo hablaríamos del quietismo), fruto de este centramiento desordenado en la experiencia de Iluminación, que tiene dos manifestaciones:

- La pequeña enfermedad zen, que es de tipo físico y nervioso; se da en aquellos que por su exceso en la búsqueda de la “experiencia” descuidan el cuidado de su cuerpo y psicología y enferman. El remedio para ella, es cuidar el cuerpo y la psique atendiendo a sus necesidades.

- La gran enfermedad zen, la de aquellos que tras tener una experiencia de Iluminación se quedan en ella y no quieren someterse a las enseñanzas de la Tradición, de los maestros y de la Comunidad. Creen que están más allá de la moral o de la institución y que no deben escuchar ni obedecer a nadie que no sea ellos mismos. No salirse de las enseñanzas de la tradición y de la comunidad, aunque sea dándole una nueva visión, es el remedio. La importancia de caminar con otros aprendiendo de ellos es fundamental.


En el cristianismo se ha enfatizado siempre la importancia de la comunidad, se ha señalado siempre que la experiencia auténtica nos lleva a vivir en la Iglesia, en la Comunidad, siendo obedientes a la misma, si bien con unas miras que van a lo esencial y rechazan una visión burocratizada o uniformadora de la Iglesia.


Por otra parte, otro valor muy destacado para evitar el peligro del quietismo es la importancia de la transformación moral después de la experiencia.


En el shingaku (una escuela laica de zen) se enfatiza que la experiencia ha de llevar a una actuación ética espontánea (Maestro Toan), pues si es auténtica nos lleva a actuar desde una mente no calculadora, no egocentrada. Si no hay transformación ética, la experiencia de la iluminación es enfermiza. El comportamiento solidario es propio de la experiencia auténtica, ha de llevar a la compasión por Todo y todos, al compromiso con los otros y con el cosmos entero.

La espiritualidad cisterciense ha tenido esto siempre muy claro, decía San Bernardo que supo de la venida del Verbo a su “alma” por la transformación moral que experimentó, ésta es la verdadera huella de la “experiencia”, mucho más importante que cualquier “éxtasis” o “kensho”. Lo cual no quiere decir que la experiencia sea simplemente una transformación moral (reduciríamos la espiritualidad a un moralismo) sino que nos ha de llevar a actuar de modo plenamente humano, no nos saca de nuestra limitada situación humana y de nuestras responsabilidades, sino que nos hace más conscientes de ellas y con energía para afrontarlas.


En la espiritualidad cisterciense la experiencia final es la de la “pobreza fecunda”, descubrir el valor de lo más pequeño, lo más pobre, lo más feo (desde el punto de vista del ego) como el lugar donde la experiencia se revela más plenamente. La experiencia nos debe hacer sencillos, no complicados gurus iluminados. Si no nos hace más tiernos, más humildes, más unidos a nuestros hermanos de Iglesia o Tradición, más amantes de los pobres y marginados, no es la experiencia de verdad o nos hemos apoderado de ella y la hemos estropeado.