domingo, 24 de abril de 2011
Homilia Vigilia Pascual en Santa María de Huerta, monasterio cisterciense en Soria.
En esta noche santa, donde parece no tenemos prisa, celebramos una fiesta muy especial, un acontecimiento que da sentido a nuestro pasado y nos abre las puertas de un futuro nuevo. En las fiestas familiares, donde se reúnen todos los hermanos, los padres, los hijos, los abuelos, a veces se saca el álbum de fotos para recordar otros tiempos, el paso de nuestras vidas. Miramos las fotos y vamos contemplando los distintos momentos de nuestra existencia desde que nacimos. En el álbum aparecen nuestros padres, recordándonos cómo vinimos al mundo partiendo de una relación de amor, y si eso no se dio, al menos nos queda la seguridad de que el autor de la Vida nos miró con amor al ser concebidos y nos dio su misma imagen. En otras fotos puede que aparezcamos solos, pero normalmente nos encontramos con otros seres queridos, viendo que nuestra vida se puede explicar toda ella como una historia de amor más o menos afortunada, una vida de relación que nos recuerda que no vamos solos por el mundo.
Algo parecido ha sucedido en el tiempo transcurrido en esta vigilia. Como si de un álbum de fotos se tratase, hemos ido repasando en nueve lecturas bíblicas nuestra historia, desde nuestra “concepción” en la mente de Dios y nuestro nacimiento como seres humanos. Ese álbum de fotos que es la historia de nuestra salvación, se nos ha ido presentando también como una relación de amor entre Dios y nosotros, nosotros en plural, como pueblo o comunidad, hermanos, hijos de un mismo Padre, descolgándose los solitarios.
Comienza el álbum con el libro del Génesis, que relata la obra creadora de un amor in crescendo. Dios sobreabundó de amor dentro de sí de tal forma que, de alguna manera, “desbordó” hacia fuera en una creación llamada a vivir unida a su Creador con los lazos del amor de su propio ser. Cada cosa refleja el amor de Dios y a Dios mismo siendo aquello que ha sido llamado a ser por el que dijo al finalizar su obra: “Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno”. Obra que concluyó con el ser humano, imagen divina, capaz de conocer y amar a Dios para poder entrar en una relación de amor participando del mismo Espíritu. Obra ante la cual nosotros también tenemos que decir: y todo ser humano es muy bueno en sí mismo, digno de ser amado más allá de sus obras.
El amor que nos concibió obtiene una respuesta probada en Abrahán, nuestro padre en la fe, que supo supeditar todo amor –aún el de su propio hijo- al amor de Dios, confiando en Él hasta un límite sin límites.
Amor que lleva a Dios a mirar con entrañas de misericordia a su pueblo, sacándole de la esclavitud de Egipto.
Amor que lleva a pedir una alianza en libertad, alianza esponsal como nos presenta el profeta Isaías. Una libertad que hace experimentar el dolor de la infidelidad y la generosidad del perdón, dando lugar a una nueva alianza no sólo libre, sino libre y humilde, conocedora de la propia debilidad y de la infinita gratuidad con que se es redimido.
Es entonces cuando recibimos el corazón nuevo que profetizó Ezequiel, un corazón que ya no es de piedra –centrado en sí mismo- sino un corazón de carne, de la carne de misericordia de Dios que se abajó por una locura de amor haciéndose carne como nosotros para divinizarnos, devolviéndonos a nuestra primera casa, el corazón mismo de Dios. Más todavía, quiso bajar a nuestros mismos infiernos, como decimos en el Credo, a ese estado donde la muerte reina de múltiples formas. Bajó primero al infierno del dolor, la injusticia, el desprecio, la desnudez; ese infierno que padecen tantos hermanos nuestros en nuestro mundo y que nosotros quizá hayamos experimentado alguna vez. Pero bajó también al infierno definitivo, al infierno existencial donde se toma la decisión entre la vida y la muerte, abriéndonos las puertas para que nosotros elijamos salir o no, vivir desde Dios o vivir desde nosotros mismos.
Por ello no nos extraña ver en el álbum también momentos de luto. El luto que trae la muerte física, afectiva, moral o espiritual. Y según vamos avanzando en años más fotos de éstas acumulamos, presintiendo que nos acercamos a la primera fila. La muerte cierra el libro de la vida. Pero, ¿y si no existe la muerte?
Este es el mensaje principal de esta noche. La muerte no existe. El Señor ha vencido a la muerte. A todo tipo de muerte. Afirmar eso es vivir en la esperanza y creer en el amor que nos ha concebido. Negar eso es haber dado muerte a la esperanza y no creer en el amor que nos trajo a la vida.
¿Y por qué hemos de creer? Unas personas sencillas de Galilea nos lo contaron. Ya. ¿Y por qué habríamos de creerles? Ellos mismos no creían, eran recelosos, pero algo les pasó que llegaron a dar su vida por lo que habían visto y oído, les trasformó la vida de tal forma que dejaron todo lo suyo para ponerse en camino anunciando que Jesús era el Hijo de Dios, que había sido injustamente matado y había resucitado, que ellos habían sido testigos y había trasformado sus vidas.
Pero ellos tuvieron que acercarse al sepulcro vacío. Y ese camino que ellos hicieron no nos vale a nosotros. Cada uno tiene que hacerlo por sí mismo. Experiencia de derrota, experiencia de silencio y anonadamiento, experiencia de duda que permanece en el lugar vacío porque el amor le ata. Experiencia finalmente del que me llama por mi nombre con esa voz que sólo el amor capta y entiende, la voz del espíritu que anida en cada uno de nosotros.
La experiencia del Resucitado abre un nuevo álbum, el álbum de la fe, de una vida que se deja iluminar por la luz de Cristo y persevera humilde, callada, contra toda esperanza, sabiendo que no quedará defraudada. FELIZ NOCHE PASCUAL a todos.
Isidoro Mª Anguita, abad de Huerta