Cuando el viento sopla a favor existe el peligro de la autocomplacencia, de creer que el éxito es fruto de nuestro esfuerzo. Todo se hace más sencillo, nos sentimos en la verdad y puede que surja la tentación de medrar y buscar lugares más vistosos de poder. A los políticos los vemos también tranquilos cuando su partido tiene una cómoda mayoría, siendo la sonrisa y la lisonja el anzuelo que llevan puesto por si algo pueden pescar.
Pero cuando las cosas van mal surge inmediatamente la tentación de buscar culpables. La división interna aparece con facilidad, sobre todo cuando el paso a ser minoría ha sido reciente, y ya no se goza de la seguridad anterior. Y cuando el tiempo pasa y no vuelve el protagonismo de antaño, se entremezclan sentimientos y realidades muy diversas que no siempre se disciernen atinadamente: ¿Será que el barco se hunde y hay que prepararse a bien morir? ¿Será que estábamos equivocados? ¿Será que estamos pasando por un desierto temporal? ¿Será que este mundo está tan errado que no es capaz de entendernos ni saben lo que se pierden de ciegos y sordos que están? ¿Será que nos falta el ardor suficiente para hacer prender nuestro fuego salvador en el mundo? Y si eso es así, ¿no convendrá apartar los tibios tizones y encender nuestras antorchas para que un nuevo y antiguo fuego prenda en el mundo por su propio bien?
Es saludable mantener una actitud crítica y buscar las causas de nuestros males para poder mejorar. Pero es bueno también hacerlo con gran humildad y gratuidad, y no siempre lo hacemos así. La reacción más común es la de buscar culpables fuera de nosotros mismos donde descargar nuestras culpas, miedos y decepciones.
Sin duda que estamos pasando por un tiempo en el que somos minoría aparente, que no numérica. La minoría, como la precariedad, puede ser signo de decrepitud o de nacimiento. Tan necesitado está un bebé como un anciano terminal. Nuestra vida no es algo lineal, sino que encierra sucesivas etapas que vamos concluyendo para abrir otras nuevas. Por ello experimentamos continuos altibajos que encuentran en las “crisis” los puntos de inflexión necesarios, allí donde la fragilidad del final de una etapa se confunde con la fragilidad del comienzo de la siguiente.
Saber vivir esos momentos es algo crucial. Quien no encuentra la esperanza en el futuro, se aferra a la etapa anterior, desesperanzándose o teniendo como única esperanza el retorno de algo que se nos va como la vida misma. Es entonces cuando buscamos culpables fuera y dentro de nuestro grupo que nos alivie el sentimiento de culpa, y nos dé la seguridad de caminos ya trillados que se revelaron útiles en otro tiempo.
En tiempo de “crisis” (juicio) necesitamos ser “críticos” (capaces de juzgar), saber “elegir”, saber dejar lo que ya no vale, saber continuar con lo todavía útil y saber acoger lo nuevo que nos ayude. ¿Qué hacer en concreto en nuestra vida cristiana hoy? Dos cosas no han caducado ni caducarán: vivir en unión con Dios y amar al hombre; oración y caridad, nos recuerda Jesús cuando sintetiza los mandamientos en dos. Cuando nos movemos con estos dos pies la minoría tiene la fuerza victoriosa del Crucificado desnudo y derrotado antes de ser glorificado. Una gloria que, no lo olvidemos, no es de este mundo. Trabajemos por ser los cristianos hombre y mujeres de oración que viven en Dios y desde Dios. Trabajemos por ser testigos del amor de Dios para con los que sufren y han sido depositarios de las bienaventuranzas de Jesús.
Trabajemos por ser fieles anunciadores del evangelio como buena noticia para los hombres, también para los de hoy. No tengamos miedo a ser rechazados por “ofrecer” una buena noticia exigente. Tampoco tengamos miedo a los que se dejan llevar por la tentación de un poder religioso que se impone y no sólo propone, pues esta tentación arrastra un corazón no purificado. La política, los nacionalismos, los mesianismos, la religión, cualquier gran principio salvador de la vida ha de pasar por la prueba del despojo de la cruz y quedarse en ello para que el Padre –y no otro- lo confirme en la glorificación.
“Si en verdad es hijo de Dios que baje de la cruz y creeremos en él” (Mt 26, 43), decían los que se habían apropiado de la ley, escandalizados por el Dios que presentaba la cruz de Cristo. Para creer a veces pedimos barbaridades. Y Jesús se queja de que sólo le buscamos por interés, porque nos da de comer (Jn 6, 26). Pero él no quiere reinar sobre nosotros así: “Al darse cuenta que venían a hacerle rey, se retiró de nuevo al monte él solo” (Jn 6, 15).
Anunciemos el evangelio con ardor, de palabra y en la vida. Vivamos unidos a Dios en la oración, por la fe y la esperanza que alimentan la caridad. Busquemos hacer partícipes a todos de la buena nueva de Jesús, aceptando la incomprensión y sin caer en la tentación del poder, proponiendo sin imponer. Pero, sobre todo, no rompamos la comunión en Cristo. Si la diversidad de sensibilidades embellecen la Iglesia cuando se respetan mutuamente, los partidos enfrentados en su seno la destruyen, como lo hace la búsqueda de culpables a los que arrinconar. No son las formas de pensar de las personas lo que daña a la Iglesia, sino sus actitudes y pecados.
“Pero si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis a destruiros los unos a los otros!” (Gál 5, 15). A veces se ven demasiados mordiscos en el seno de la Iglesia, y “todo reino divido queda asolado, cayendo casa contra casa” (Lc 11, 17). La crítica y la corrección mutua son necesarias para vivir en la verdad cuando se hacen desde el amor y con amor. Pero la exclusión, el insulto o la descalificación, son reflejo de egos alejados del evangelio que sólo traen la división. No seamos el hazmerreír de los no creyentes, sino la luz que ilumina y atrae.