jueves, 30 de abril de 2009

LA REVOLUCIÓN CISTERCIENSE (VI): Apuntes para una perspectiva ecuménica cisterciense.


b). La mística cisterciense no está centrada en la celebración del rito litúrgico.

Reducir la vida cristiana a la participación en ritos litúrgicos es una de las formas que los enemigos de la mística han utilizado para reprimir el componente liberador y político de la religión, así como para reducir su nivel de conciencia. Ritos que se separan del resto de la vida, sacralizándolos, y que alejan de la realidad, muchas veces dura e injusta, sirviendo a los intereses de las clases dominantes y de los que “colaboran” activa o pasivamente, consciente o inconscientemente, con ellas.


La liturgia cristiana es ante todo una liturgia existencial, es decir, la vida vivida desde el amor, y el culto es sólo la expresión simbólica plena de lo que es la realidad de toda la vida. De forma que “el culto no se distingue de la vida… es un momento privilegiado, estelar del vivir. Es el momento de la manifestación (liberación) de las raíces y fuentes del vivir que de ese modo nos penetran y fecundan con nueva fuerza”.


La verdad de la liturgia cristiana no está en seguir al pie de la letra un ritual aprobado por una autoridad, “la verdad de la práctica religiosa y sacramental está en que esa práctica sea una expresión adecuada de la vida cristiana”. Sólo así la celebración cultual puede ser la expresión más fuerte y más elocuente de la vida cristiana.


Es más, aun cuando el culto cristiano es una expresión adecuada de la vida cristiana (mucho menos cuando no lo es) no puede convertirse en elemento central de esa vida, porque la liturgia cristiana no es el culto, es la liturgia existencial, la vida vivida en clave mística, en clave teologal. No es lo mismo liturgia que celebración cultual. “El culto sacramental es un…camino que lleva a la vida y arranca del vivir” (Panikkar).


Como dice Javier Garrido, de esta concepción del culto como el momento más pleno de la vida cristiana, cuando la expresa adecuadamente, podría seguirse que en el cristianismo “la experiencia espiritual se centra en la vida litúrgica. La conclusión a mi juicio, es precipitada…


- se confunde mediación (sacramentos) y realidad (res); y lo que es peor se sacraliza la mediación.
- Se absolutiza el valor de la mediación, de manera que ésta se constituye en referencia primordial de toda vida cristiana…
la Eucaristía sacramental es para la Eucaristía en la vida diaria y no al revés”.

La liturgia cristiana como liturgia existencial es expresión del valor sagrado de lo secular; esta misma concepción late en la tradición monástica que busca la “oración continua”, una vida vivida en clave mística. Esto sólo es real si supone una transformación de la vida, una política.


Los cistercienses se enfrentaron con la concepción ritualista de la liturgia en Cluny, regresando al trabajo manual y a entender toda la vida como liturgia, como oración continua, y no sólo los momentos cultuales. No se vivía para el culto como en Cluny.


Para J. Leclercq, los cistercienses son los primeros en la Edad Media que han hecho una teología espiritual, es decir, han reflexionado sobre la mística, por eso, “gracias a Cister existe una teología de la espiritualidad”. Para los cistercienses no es la liturgia cultual el centro de la espiritualidad cristiana, sino la mística.


Como veremos esta experiencia mística cisterciense no es algo interior y espiritual, es una mística política, que tiene su expresión privilegiada en la dimensión social.

c). la mística cisterciense no es una mística afectiva.

La mística cisterciense es una mística del amor, es una “escuela de caridad” en la que se aprende la sabiduría del amor.


Con este símbolo del amor se intenta señalar que la experiencia mística no es una experiencia mental, subjetiva, individual, pasiva o trascendente, sino que es una experiencia integral (corporal y mental, subjetiva y objetiva, individual y colectiva, activa y pasiva, histórica y transhistórica) que abarca todas las dimensiones del hombre y que, por ello, es una experiencia pluralista. Una experiencia que transforma al que la vive en todas sus dimensiones y que va más allá de su propia individualidad.


Esto supone que la afectividad también forma parte de la experiencia, no siendo rechazada, pero sin convertirse en el centro de la misma porque el centro es el Amor, es decir, la vivencia pluralista y relacional del ser humano, la dimensión social (que es no es lo mismo que la dimensión colectiva).


El Amor aquí es la “conciencia social pluralista o capacidad mística”, por lo tanto no se puede identificar con la afectividad, aunque la incluye, es una experiencia que los cistercienses identificaron con un tipo de conocimiento de la realidad que sería integral, directo, relacional y existencial. Integral porque abarcaría todas las dimensiones del hombre y la realidad, directo porque iría más allá del conocimiento indirecto de la razón, es un conocimiento místico o intuitivo, relacional porque llevaría a una conciencia de ser relación con todos y todos, y existencial porque transformaría al sujeto conocedor en lo conocido sin perder su identidad.


La experiencia mística aparece denominada como affectus (affectus mentis, affectus amoris…), que no quiere decir afecto como lo entendemos hoy, sino impresión o percepción transformante de nuestro ser mediante la actualización de la conciencia relacional o pluralista de manera permanente. Es un término que proviene del ámbito de la teoría medieval de los sentidos (tomada de los griegos).

“Una cosa es el affectus y otra el sentimiento afectuoso”.

Los cistercienses utilizan la teoría de los sentidos como modelo para definir la experiencia mística y así diferenciarla de un mero conocimiento racional o emocional, reducido al ámbito interno, individual, subjetivo o pasivo.


Los sentidos son órganos que ponen en contacto directo la conciencia con el mundo y con los otros. Se convierten en un símbolo de centralidad: un centro que integra las dimensiones materiales y mentales, emocionales y racionales, individuales y colectivas.


Los cistercienses entienden el Amor como un “sentido”, sería el sentido más pleno y elevado porque es una experiencia directa de integración de todas las dimensiones de la realidad, no sólo las materiales sino las mentales y las espirituales.


. Al hablar de affectus se refieren a una experiencia que no es sólo interna, racional o afectiva, es también corporal y espiritual, individual y colectiva, pero sobre todo es transformadora del mismo ser mediante la relación, porque en la teoría medieval de los sentidos percibir es quedar impresionado, transformado por lo percibido haciéndose manifiesta una relación ontológica entre quien percibe y lo percibido que hace nacer una conciencia relacional de la realidad que sólo es auténtica cuando transforma la realidad misma.


Cuando esta experiencia alcanza su plenitud, no sólo nos abre a una nueva relación sino que nosotros nos descubrimos como relación, es decir, salimos de nuestra identificación con el ego para asumir una identidad universal e integral sin perder nuestra individualidad. El tú y el él aparecen también como un yo. De ahí que la dimensión social se convierta en la más importante y la más abarcadora, cuando entendemos que incluye al yo, al tú y al ello, lo prepersonal, lo personal y lo transpersonal.


Lo social se convierte en la dimensión relacional plena: la que logra la unidad en la pluralidad, la armonía de todas las dimensiones de la realidad sin que pierdan su identidad. Lo social no se reduce a lo colectivo, es la dimensión que une a todas las otras dimensiones sin hacerlas desaparecer, es la dimensión mística, el Amor.


El Affectus tiene una dimensión activamente pasiva affectio (recibimos la impresión-iluminación) y una dimensión pasivamente activa effectus (transformación de nosotros y de la realidad). Percibir o Contemplar en la Edad Media no es una mera experiencia interna, pasiva o individual sino que incluye una experiencia activa de transformación de la realidad. No hemos percibido o Contemplado si no nos hemos transformado y si la realidad no se ha transformado. La contemplación es así una praxis que no sólo cambia la realidad externa sino también la realidad interna, que no se limita a la acción histórica sino que tiene dimensiones transhistóricas.


De ahí que la experiencia de Dios nunca se conciba como una teoría o ideología sino como una praxis integral que no es sólo algo interno, subjetivo e individual.


Por eso, el monasterio se describe como una Schola enfrentada a las escuelas que enseñan puras teorías o ideologías, la Schola monastica es un lugar donde se aprende un arte o una disciplina, una praxis, el arte de las artes: el arte espiritual en sentido relacional, el arte del amor.

La praxis social es la que expresa más plenamente este arte o praxis del amor. Recordemos que para Bernardo, el culmen de la experiencia mística no es el Amor a Dios por Dios mismo (experiencia transpersonal), sino el amor al hombre por Dios, es decir, integrar las dimensiones prepersonales, personales e interpersonales en la conciencia transpersonal adquiriendo así una conciencia social o pluralista. Vivir lo transcendente en lo concreto. Vivir a Dios en el hombre trabajando por su bienestar, individual y colectivo, y por el bienestar de todo el universo. Esto es la experiencia cosmoteándrica o “secularidad sagrada”.


La persona que ama se caracteriza por su crecimiento en sensibilidad social y por su efectividad en ese ámbito. “cuando una persona… ha liberado su potencial de amor…esta calidad de amor… se comunica cada vez más libremente. Estas personas… tienen una irradiación social innegable… Son factores de humanización allí donde están”.

La mística cisterciense no es una mística afectiva del deseo, aunque el deseo se integra también en la experiencia mística, pero superándolo.


El deseo nos estimula a ir más allá, a salir de nuestro individualismo, de nuestro ego y avanzar hacia la conciencia pluralista y relacional, política. Pero mantenernos en un continuo deseo, sin querer ir más allá, es un rechazo de la realidad y de sus limitaciones, es un sutil narcisismo. La experiencia cisterciense, al definirse como una entrada en relación con todas las dimensiones de la realidad, supone una aceptación de la misma realidad en toda su integridad y por lo tanto, un ir más allá del deseo al Amor, es decir, a la realización del deseo, la comunión con toda la realidad mediante una praxis concreta, aceptando la limitación que supone toda realización.


Cuando aceptamos la realidad no podemos hablar de deseo sino de amor o comunión con la realidad. Estar en comunión con la realidad supone una praxis de transformación de la misma, el amor que supera el deseo, tiene una dimensión práxica y política.


Amar a Dios, más allá del deseo narcisista, es transformar la realidad humanizándola, adquirir una conciencia social pluralista. El deseo está vinculado al ego, al transcender el ego, adquiriendo una conciencia social pluralista, también el deseo es transcendido, integrándolo. La importante dimensión política de la mística del amor queda eliminada si se convierte en mística del deseo.


“las ciencias humanas, especialmente la psicología del inconsciente, han detectado las trampas del deseo religioso de trascendencia: el narcisismo, la inhibición, la sublimación… el deseo necesita ser trascendido por el amor de fe para que la relación con Dios sea real”.


El amor de fe hace ir más allá del deseo de Dios, rompiendo toda imagen de Dios, toda objetivación de Dios (la relación con Dios se hace a través del “no saber, no sentir, no imaginar”) y da a “lo humano una densidad de trascendencia que lo potencia…La consecuencia es que la relación con Dios no necesita separarse del mundo ni de la historia humana”.


Esto no supone que se rechacen las experiencias transpersonales, sino que se profundiza su naturaleza, no reduciéndolas a meras experiencias internas y subjetivas sino a experiencias integrales que no se centran es sí mismas sino en las dimensiones no transpersonales de la realidad, las dimensiones históricas.


La experiencia de Dios desde un punto de vista pluralista o social se vive como transformación de la historia para hacerla cada vez más humana. La meta no es la experiencia de Dios en sí, aunque ésta sea necesaria para conseguir la meta, la meta es la comunión y fraternidad, lo que en términos políticos se denomina justicia, y “la justicia es la realización práctica de la fe y el amor”. Es decir, es la realización plena de la experiencia de Dios. Y es por eso que la experiencia mística plena “implica una praxis de liberación de los desposeídos y, en consecuencia, de enfrentamiento con los que poseen injustamente”. Es una mística política.

.d) La mística cisterciense no es una mística esotérica.

Definir la experiencia cisterciense como una mística política no quiere en absoluto decir que se limite a una praxis ética o a una ideología política.


Los cistercienses son conscientes de la realidad de las experiencias transpersonales, en las que se tiene conciencia de una realidad que va más allá de lo histórico y racional. Son experiencias en las que la conciencia ordinaria es superada, se va más allá de una identificación con el ego y se alcanza un tipo de conciencia no dualista, de unidad directa con todo y con todos, superando la mentalidad dualista (desemejanza) y alcanzando la unidad o Santa Simplicitas.

Para la visión esotérica de la espiritualidad la experiencia transpesonal es la meta. Pero no así para los cistercienses porque


“estas experiencias son fugaces, raras y gratuitas, y en ningún modo necesarias”.
En realidad, no son la meta buscada sino una ayuda en el camino.

Para los cistercienses la verdad de estas experiencias depende de la transformación moral que produzcan


“solo conocí su presencia por el movimiento de mi corazón… experimenté la bondad de su mansedumbre por la enmienda de mis costumbres”



Y el fruto de esa transformación va unido a la caridad fraterna:
“Gozar del Verbo es una cosa, otra cosa es dar fruto por él y la caridad fraterna hace de esta fecundidad un deber”.

La caridad está íntimamente ligada a la justicia y se manifiesta como paz, que es un tema constante, la meta final a la que instan los cistercienses. La caridad inspira y fomenta la justicia, que da a cada uno según sus necesidades, de modo que todos estén en paz, como dice la regla de San Benito, en el cp. 34,5.


Por eso la paz de la que hablan los cistercienses va vinculada a la dimensión de justicia social, no es una experiencia puramente interior, con el peligro de convertirse en una huida de problemas y compromisos, sólo se alcanza cuando va unida a una praxis liberadora desde el amor.


“Los pacíficos fomentan la paz en sí mismos y en los demás, e incluso aman a quienes intentan arrebatarla”.

La mística cisterciense es una mística integral, no se limita a las experiencias transpersonales, sino que intenta lograr la armonización de todas las dimensiones del hombre y de la realidad, es pluralista y, por eso, potencia el ámbito social y la praxis, como las dimensiones más abarcadoras y en las que se manifiesta con mayor plenitud la experiencia que describen. No es una mera experiencia interior (esotérica) de iluminación, culmina en una praxis de transformación de la historia, que es el ámbito donde todas las dimensiones de la realidad (históricas y transhistóricas) se manifiestan unidas.

e). La mística cisterciense es una mística cosmoteándrica, pluralista o política.

El Amor, que es centro de la experiencia mística cisterciense, no es una experiencia simplemente afectiva, es la conciencia del carácter relacional de la realidad.


En esta experiencia, por un lado, tomamos conciencia de que somos una pluralidad de dimensiones que se encuentran en relación (cuerpo, alma, espíritu), dejamos de identificarnos sólo con una de estas dimensiones al armonizarlas, identificándonos con la relación de todas ellas. Pero además tomamos conciencia de que somos relación con Dios (el fundamento dinámico de la realidad en términos laicos), con los otros y con el cosmos.


Así cuando “espíritu, alma y cuerpo quedan debidamente ordenados… comienza el hombre a conocerse perfectamente a sí mismo y, progresando en este conocimiento de sí, asciende hacia el conocimiento de Dios”.

Por otro lado, tomamos conciencia del carácter relacional de Dios mismo (el fundamento dinámico). Dios es Trino y uno. Unidad y pluralidad, es decir, relación dinámica. Se rompe la visión monista y personalista de Dios mismo. Si Dios es relación, no existe un dios aislado, Dios existe en relación con el hombre y con el cosmos. Llegamos así a un grado aún mayor de conciencia de pluralidad, Dios (el fundamento) y el hombre somos uno sin dejar de ser cada uno lo que es. Es lo que se llama “unidad de espíritu”.


“existe aún otra semejanza con Dios superior a esta… debe llamarse unidad de Espíritu. Hace al hombre uno con Dios, un solo espíritu”.

“cumpliéndose en él lo que el Señor pidió en su oración para los discípulos como término de toda perfección, cuando decía: Padre, quiero que como tú y yo somos uno, así ellos sean también uno en nosotros”.

Cristo es, para los cristianos, la realización y la revelación de esta experiencia relacional y mística que los cistercienses llamaron Amor.

“Cristo revela y realiza un acuerdo mutuo en él de dos voluntades, divina y humana, y en esto consiste para San Bernardo la sabiduría del Amor”.

De esta manera se confirma el carácter cosmoteándrico de la experiencia cristiana, experiencia de unidad en la pluralidad, de la que el símbolo por excelencia es Cristo, que es el símbolo de la dimensión divina, humana y cósmica en armonía. Por eso, es en y a través de Cristo que el cristiano se encuentra en armonía con toda la realidad (Panikkar).

De esta forma, en la experiencia cosmoteándrica se alcanza una visión de “secularidad sagrada”, en la que lo divino nunca está separado de la historia, es más, la historia es el ámbito donde se vive con mayor plenitud la relación con Dios, pues es el ámbito donde la unidad en la pluralidad se manifiesta con mayor plenitud. En concreto, en la dimensión social y política, que adquieren desde esta experiencia el interés preferencial, pues es en ellas en las que se integran de manera más completa la pluralidad de dimensiones que constituyen lo real. Toda mística cosmoteándrica o pluralista culmina en una mística política, que intenta transformar la historia comprometiéndose en la construcción de un mundo más humano, donde la fraternidad y la justicia sean mayores. Por ello, termina asumiendo una opción por la liberación de los pobres y marginados y una tendencia hacia el socialismo y la democracia.

Este tipo de mística coincide con lo que Bergson denominó “misticismo completo”, en éste misticismo la “experiencia mística revela…la Realidad Última como Amor… el ser humano que ha tenido esa experiencia no puede detenerse en el éxtasis… siente la necesidad de amar él también… su amor será no tanto contemplación cuanto acción”.


“Entonces creer significa… vivir a todo ser humano como un hermano y vivir la historia humana como el advenimiento del Reino del Padre y la realización de la fraternidad”.

Los cistercienses comparten esta visión de secularidad sagrada ya que consideran que la Amistad Espiritual, la amista vivida desde esta conciencia cosmoteándrica y universal, es el culmen de la experiencia mística.


“Nada hay más santo, dice Elredo, que la amistad espiritual. Pero este ideal de vida no se queda sólo para Elredo dentro de los límites del monasterio, sino que trasciende hasta la Iglesia entera”.
Trabajar y vivir la fraternidad universal supone la meta final de la experiencia y por lo tanto implica el hecho de que ésta tiene una dimensión política muy destacada.


Dos últimas notas.


La experiencia cosmoteándrica es la experiencia de lo universal en lo concreto, de lo transcendente en lo histórico por eso nunca es “plena”, siempre es relativa, porque hay en ella un elemento absoluto y otro relativo, un elemento histórico y limitado, es decir, siempre hay una dimensión de ignorancia en la experiencia, nunca el Misterio es poseído totalmente, siempre es una experiencia de fe.
Por otro lado, al ser una experiencia relacional se alcanza a través de la actualización de una relación, de ahí el carácter iniciático de la experiencia mística, la necesidad de recibirla mediante una relación, y en esto consiste su carácter tradicional, en el sentido de que debe ser recibida de otro.

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