domingo, 3 de mayo de 2009

EL CISTER Y LAS ÓRDENES MILITARES por Vicente Ángel Álvarez Palenzuela, Universidad Autónoma de Madrid.






En estricto sentido la Cruzada ha sido definida como una expedición
militar, organizada para la recuperación de los Santos Lugares,
a la que se atribuyen incentivos de carácter espiritual1,
convocada por el Pontificado y presidida por un legado pontificio.

Tal definición, válida en su aspecto más restringido, requiere
tener en cuenta el peculiar caso hispano en el que se da una cruzada de
carácter permanente. Su objeto no es la recuperación de los lugares
santos, pero, salvo esa diferencia de matiz, participa de todos los demás
caracteres y se desarrolla en un ambiente similar, como respuesta
idéntica de una idéntica mentalidad.

Los móviles que llevan a gentes tan diversas a protagonizar
una empresa tan llena de riesgos como la Cruzada son tan diferentes
como los propios cruzados.

Entre ellos es preciso destacar la liberación de los Santos Lugares
y, muy en particular, Jerusalem, cuyo significado escatológico
trasciende el, ya de por sí importante, de ser escenario privilegiado de
la vida del Señor3. El ideal de la peregrinación y la práctica de peregrinaciones
dan a la cruzada su verdadero sentido, hasta el punto de
ser precisamente ése su nombre: iter Hierosolymitanum o peregrinatio,
y peregrini o milites Christi la denominación aplicada a los cruzados4.


Es preciso tener muy en cuenta conceptos como los de guerra
justa y guerra santa y su consecuencia, el inevitable enfrentamiento
con el Islam; idea ésta que tiene su perfecto reflejo del lado musulmán,
a mi juicio con anterioridad5. Asimismo la idea de redención de
todos los pecados, siempre que mediaran las condiciones necesarias, y
la idea de martirio, como posibilidad en el desarrollo de una empresa
santa.

Existe una mentalidad colectiva que hace nacer la idea de Cruzada;
su origen más profundo se halla en la innovación espiritual que
se vive a finales del siglo XI y que está haciendo nacer nuevas ordenes
monásticas. Sin esa mentalidad sería imposible una respuesta tan general
y entusiasta como tuvo lugar. Existe también unas causas proximas,
en particular la petición de ayuda por parte de los griegos, y
existe también el hombre —el papa Urbano II— que tiene la capacidad
de captar el enorme potencial de la Cristiandad y lanzarlo a una
empresa común.

El resultado de todos esos factores es la primera cruzada. La
fuerza que tiene aquél potencial queda de manifiesto en la respuesta
espontánea —anárquica e ineficaz, desastrosa— de la cruzada popular.
También es la patente demostración de la necesidad de que la respuesta
sea organizada, hecho que se pondrá reiteradamente de manifiesto
durante la campaña, y después de conquistada Jerusalem, para
retener y gobernar lo conquistado. La ayuda a Tierra Santa constituye
el argumento que mueve nuevas expediciones, ya en el curso mismo
de la primera cruzada, como los refuerzos genoveses cuya llegada facilita
la conquista de Antioquía (3-VI-1098).

El nacimiento de cuatro estados cristianos, resultado más evidente
de la primera cruzada, plantea inmediatamente serios problemas
para conservar lo conquistado: las rivalidades entre los jefes cruzados,
la hostilidad que su presencia suscita en los griegos, y, naturalmente,
tambien en los musulmanes, y la escasez de efectivos constituirán
problemas nunca satisfactoriamente resueltos6.

Los jefes locales tratarán de resolver ese problema con iniciativas
de convivencia con algunos estados musulmanes; es la necesidad
que experimentarán también los jefes de ulteriores cruzadas —Felipe
II, Ricardo I o Federico II— cuando Jerusalem ya se había perdido:
era posible, quizá, recuperarla, pero imposible defenderla. En ambos
casos con el escándalo de la cristiandad occidental ante una actitud
que no encajaba con el concepto de guerra santa.

La necesidad de apoyar a los cruzados en Tierra Santa motiva
predicaciones, envios de expediciones de ayuda, la exaltación de la
idea de cruzada y, en particular las Ordenes Militares. Caballería y ordenes
militares constituyen una mentalidad y una realidad, intima-
mente entrelazadas, que desempeñan un papel esencial en el impulso
hacia oriente. Cuando esos ideales se transformen o se machiten la
presencia en Oriente tocará a su fin.

EL IDEAL CABALLERESCO: LA PROPUESTA CISTERCIENSE.

El monacato cisterciense es un movimiento de renovación,
tanto de la vida monástica como, sobre todo, del hombre mismo. Se
trata, en efecto, de lograr que el hombre se despoje de lo viejo para
hallar al hombre renovado: un programa evangélico que recoge ya el
Exordium parvum, el primer documento cisterciense. Las virtudes del
hombre nuevo no son pueriles innovaciones sino, esencialmente, volver
a las raices de la vida cristiana y, para el monje en concreto, a la
estricta observancia de la regla benedictina.

El hombre nuevo desprecia los valores que el mundo absolutiza,
no porque desprecie al mundo, sino porque sitúa aquellos valores
en su justa relatividad. El monje cisterciense vive su vocación monástica
estrictamente en el nuevo monasterio, autenticamente. La vive en
el apartamiento del mundo, en el desierto, una de las claves que ha
presentado mayores problemas para su correcta comprensión, en gran
parte por una interpretación literal del Exordio; sin embargo, es meridianamente
clara.

El desierto definido por el Exordio es el lugar inaccesible a los
hombres y frecuentado por las fieras, la selva impenetrable en su den-
sa vegetación. Esa interpretación literal ha llevado a pensar en la deliberada
búsqueda de lugares incultos o malsanos que no resiste el me-
nor análisis de la realidad documental o la visión misma de los enclaves
monásticos.

El desierto es, a la vez, el lugar apartado y la vida de apartamiento
que el monje lleva, a pesar de que, como el propio San Bernardo,
haya de intervenir tantas veces en cuestiones mundanas. El desierto
es una actitud del monje que vive una vida de milicia en la lucha
contra el mal.


El Cister es el resultado de las inquietudes espirituales de su
tiempo y el reflejo de la mentalidad caballesca de su época. La vida
del hombre es milicia: la llamada de Urbano II en el concilio de Clermont
no es otra cosa sino la llamada al ejercicio de esa milicia en un
sentido concreto, el de la lucha por Cristo, la sublimación de la caballería.
Un objetivo en el que se suman, como hemos dicho, los conceptos
de milicia, guerra justa y guerra santa.

En ese mismo sentido, la vida del monje cisterciense es una
milicia; las fórmulas de los documentos de donación se refieren a los
monjes de modos diversos —los que llevan vida religiosa, o vida
apostólica, los que sirven a Dios— entre ellos los que militan en el
claustro.

La división de la sociedad en órdenes atribuye a cada cual una
misión, en el caso de los monjes no sólo orar, sino una verdadera milicia.
Como los combatientes, han de mantenerse unidos, único medio
de obtener la victoria; de ahí el gran peligro al que se exponen quienes
afrontan solos el combate. El canto coral, recio, viril, en expresiones
del propio San Bernardo, es la expresión misma de la forma en que los
combatientes afrontan el combate. Desde estos presupuetos se entiende
con facilidad la razón por la que las órdenes militares inspiran sus
reglas en la cisterciense.

Otra cuestión de gran importancia es la concepción del monasterio,
en particular del claustro, como la ciudad solidamente afirmada
en la que el monje, apoyado en sus hermanos, puede realizar su
edificación interior. Es un tema común en la literatura monástica la
concepción del claustro como un paraíso en la tierra.

Ese tema es especialmente apreciable entre los cistercienses.
Los nombres de sus monasterios se refieren, habitualmente, a la bon-
dad del lugar o del valle, la apacibilidad, el verdor, la trasparencia de
sus aguas. El claustro es una verdadera Jerusalem, con la fuente en el
centro y los cuatro rios que de ella parten, en perfecta simbología apocalíptica.
Función utilitaria, se dirá. Sí, pero también simbólica.


Quienes conciben la vida como milicia, también la del monje,
y el claustro como la Jerusalem celestial, son quienes mejor pueden
catalizar el espíritu caballeresco para convertir a los guerreros en mi-
lites Christi, e impulsar sus anhelos a la defensa de la Jerusalem conquistada.

San Bernardo, a través de sus epistolas, presenta la cruzada
como una obra santa, contrapuesta a las guerras entre cristianos; la
cruzada es ocasión de salvación para los que participan en ella ya que
pueden redimir sus pecados y, si hallan la muerte, alcanzar los méritos
del martirio. Los cruzados son el ejército del Señor empeñado, para su
propia salvación en la defensa de los Lugares Santos, legitima herencia
para todos los cristianos.

Guerra santa, por ser la más justa de cuantas pueden emprenderse,
presenta a la caballería un ideal sublime en el que se funden sus
anhelos de aventuras, de vida militante, y, al tiempo de cumplimiento
de unas inquietudes religiosas a veces dificilmente concretadas. La
caballería es no sólo un modo de vida sino un ideal cristiano; el caballero
cumple su ideal en la defensa de los Santos Lugares, a excepción
de los reinos hispanos para quienes la cruzada es una aventura permanente
en sus propias fronteras.

EL CISTER Y EL TEMPLE.

Uno de los aspectos en que se aprecia con mayor claridad la
importancia del Císter en el impulso hacia oriente está en relación con
la Orden del Temple, una de las primeras consecuencias del éxito de
la primera cruzada.

Conquistada Jerusalem y constituídos los estados cruzados —
condados de Edesa y Trípoli, principado de Antioquía y reino de Jerusalem—
se plantea el problema esencial de su mantenimiento, cuyo
dilema esencial es si la cruzada es solamente una expedición o exige
una permanencia, como parece evidente.


Por otra parte, no sólo se trata de defender lo conquistado sino
de garantizar a los peregrinos el acceso a los lugares santos; muchos
realizan su peregrinación en grupos armados, pero, incluso en esas
condiciones, es posible tropezar con dificultades. Como respuesta a
una necesidad inevitable surgen pequeños grupos de caballeros que
consideran imprescindible garantizar ese acceso y prestar su ayuda a
los peregrinos. Es el germen de la Orden del Temple7.

En 1119, Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Omer, con un
pequeño número de caballeros, deciden poner sus armas al servicio de
los peregrinos que llegan a Tierra Santa. Se trata de una iniciativa en
relación con el nuevo rey de Jerusalem, Balduino II, que inicia su reinado
ese mismo año, y que les adscribe a los canónigos regulares instalados
en el antiguo emplazamiento del Templo, como una orden tercera.
Pronto construyen su pequeño convento anexo sin duda al santuario
de la Roca, modelo de muchas de sus construcciones en Occidente.


Como tantas otras empresas humanas, los comienzos del Temple
son difíciles; la explicación no exige razones complejas: la propia
novedad que significa una caballería integrada por monjes, la permanente
instalación en Oriente, requerida por su misión, son obstáculos
más que suficientes.

Diez años después de su creación, Hugo de Payens se presentará
en el concilio de Troyes, provisto de un texto de la Regla de la nueva
milicia, que será aprobado en las sesiones del concilio8. Es un paso
importante, pero precisa la obtención de apoyos en las potencias cristianas,
lo que pretende el viaje de Hugo por Francia e Inglaterra, y una
argumentación de carácter teológico que logra a través de san Bernardo.


Después de solicitárselo en varias ocasiones, logrará Hugo de
Payens que san Bernardo dedique uno de sus escritos a la alabanza de
la Nueva Milicia9. El tratado escrito por san Bernardo nos permite conocer
el cocepto de su autor sobre la Cruzada y la misión de la naciente
Orden; es posible valorar la importancia que el Cister —decir
san Bernardo y espíritu cisterciense viene a ser lo mismo— tiene en la
proyección hacia Oriente, objeto esencial de nuestra intervención en
este curso.

El escrito se encuentra en la línea argumental habitual del
santo; su objetivo esencial, más aún que la propia alabanza del Temple,
es la conversión. Gran parte de sus obras tienen, efectivamente,
esa línea argumental: la conversión del monje, en muchos de sus sermones;
la conversión de los clérigos, en un escrito de ese título10; la
conversión de los obispos, objeto de la Vida de San Malaquías11 o de
la Epístola al arzobispo de Sens12; la conversión del propio pontificado
es también el objeto del tratado De consideratione, dirigido al papa
Eugenio III, al que nos referiremos después.

La alabanza de la nueva milicia responde ciertamente a su título:
es una justificación de la vocación de los Templarios y una defensa
de su modo de vida; pero es, sobre todo, el planteamiento de un
completo itinerario espiritual para los caballeros, a través del cual podrán
realizar plenamente el ideal evangélico.

El cumplimiento del ideal cristiano no exige al caballero el
abandono de la misión que corresponde a su orden. San Bernardo tie-
ne la plena seguridad de que es la vida del monje el camino más seguro
para el cumplimiento de ese ideal, pero propone a los hombres de
guerra un proyecto enteramente similiar: pelear el combate de Cristo,
como, en otro orden de cosas, hace el monje; santificar la guerra —su
actividad habitual— porque es una guerra contra los infieles, idólatras,
por tanto, injustos, en defensa de los fieles de Cristo, peregrinos,
los justos. En esta actividad hallarán la santificación, tomando de la
santidad de los lugares en que desarrollan su actividad el motivo de su
oración; o hallando incluso el martirio.

La obra consta de dos partes: en la primera se justifica la legitimidad
y necesidad de la Orden; la segunda es un itinerario espiritual
por Tierra Santa. No se trata de una descripción de los lugares mencionados,
que san Bernardo desconoce absolutamente, sino una evocación
alegórica de cada uno de ellos, a través de la cual el monjecaballero
—todos los caballeros y peregrinos, en general— sigue un
itinerario espiritual cuyo colofón es la conversión personal y la plena
identificación con Cristo, objetivo último de toda la obra del santo
cisterciense.

En el prólogo deja constancia el autor de la insistencia del primer
maestre para lograr de él la redacción del mismo13. El hecho tiene
una lógica incluso personal: Hugo de Payens es pariente de san Bernardo
y son bastantes los vinculos personales y afectivos que, tanto
ahora como en los años sucesivos, mantendrá con el Temple.

En la primera parte destacan, especialmente, los siguientes aspectos:



1. Excelencia de la vida y muerte del caballero.
La admirable novedad de la nueva orden es que una misma
persona combata por las armas a un enemigo poderoso, como lo hacen
los caballeros, y al mal, al diablo, con la firmeza de la fe, como los
monjes.

Para este caballero todo son perspectivas favorables: si vence,
obtendrá la máxima gloria, pues lucha por Cristo; si muere, la máxima
dicha, pues muere por Cristo14.

2. Santidad de la nueva milicia.
Lo es porque defiende la causa de Cristo. Está exenta de todo
peligro que acecha a un ejército secular: ser muerto puede acarrear al
caballero la muerte espiritual también, porque al morir mientras deseaba
matar es, en realidad, un homicida; vencer y matar es sucumbir
a una inmoralidad, ser también un homicida. Incluso la legitima defensa
plantea a San Bernardo algunos reparos pues no deja de ser una
anteposición del bien corporal al espiritual15.
3. Clases de milicia.
Jugando con los términos malicia y milicia, contrapone la caballería
—malicia— con la verdadera milicia de Cristo. Los primeros
se mueven por torcidos objetivos, combaten por odio, ambición o vanagloria
—preocupados por los adornos, como las mujeres— y su fin
sólo puede ser la muerte, propia o del enemigo, pero siempre con
muerte espiritual, la unica terrible. Los soldados de Cristo le sirven
muriendo y matando: con seguridad de conciencia en uno y otro caso.
Si matan, porque lo hacen para defender a los justos: su acción es un
malicidio; si mueren, porque han llegado a su meta. No propone la
muerte de los paganos como algo necesario, si se hallan otros medios
para combatir su opresión sobre los justos, pero, en las actuales circunstancias,
es preferible esa solución para que no pese el cetro de
los malvados sobre el lote de los justos16.

4. Licitud del uso de la fuerza.
Es preciso desenvainar las dos espadas —espiritual y material—
contra todos los enemigos de la fe cristiana. Es preciso mantener
la libertad de Jerusalem: para demostrarlo aporta un abrumador
número de citas de los profetas. No olvida, sin embargo, advertir contra
una interpretación literal de estos textos y prevenir contra la tentación
de considerar a la Jerusalem terrestre como bien absoluto cuando
es, unicamente, figura de la verdadera Jerusalem, la celeste17.

Tras este panorama general, describe la vida de los templarios
y ensalza hiperbolicamente las virtudes que atesoran estos monjes soldados:
disciplina, austeridad, vida común, humildad, trabajo, ausencia
total de actividades frívolas e innecesarias; en lo militar destacan por
su valor, organización, previsión, ansia de victoria, no de gloria y, sobre
todo, por su confianza en Dios18.

Compara la misión del Templario, cuya vida santa adorna el
nuevo templo más que la belleza material al antiguo Templo, con la
actitud del propio Cristo expulsando de él a los vendedores. La gloria
del templario es doble, por su conversión y por el servicio que presta;
como lo es la de Jerusalem, por su santidad y por ser instrumento de
santificación para esta milicia19.

La segunda parte considera un itinerario espiritual, de renovación
del hombre, que culmina, como hemos dicho, en la plena identi
ficación con Cristo. La excelencia de los lugares mencionados constituye
el gran impulso de la cristiandad hacia Oriente y, al tiempo, la
máxima alabanza del Temple.

Belén, casa del pan, donde nace el alimento espiritual para el
hombre20; con este alimento el hombre ha de pasar de la flor, Nazaret,
al fruto, al reconocimiento de la plena divinidad de Cristo, de modo
que no le ocurra como al pueblo judío, incapaz de llegar a la "verdad
plena"21.

El Monte de los Olivos y el valle de Josafat son la invitación al
examen y confesión de los propios pecados22; con ello el hombre alcanza
su plena curación espiritual en el Jordán, santificado por el bautismo
de Cristo y la presencia casi patente de la Trinidad23. En el Calvario
se opera la plenitud de la salvación, por el total despojo de
Cristo, como ha de hacer el hombre24.

El Santo Sepulcro es el lugar mas emotivo25; San Bernardo,
además de apelar a la emoción del peregrino, redacta un elevado tratado
teológico sobre la salvación en el que emplea un tono muy diferente
del utilizado para referirse a los demás lugares. La muerte, paso
obligado para el hombre como consecuencia del pecado, una muerte
voluntaria impuso una muerte inevitable, exige una satisfacción por la
deuda del pecado —el sufrimiento corporal de Cristo—, al tiempo que
su muerte voluntaria nos merece la vida: pudo morir por ser hombre y
no pudo morir inutilmente por ser justo.

Tras una larga argumentación teológica sobre la locura de la
salvación, adivina el autor quienes puedan contemplar el lugar mismo
de la sepultura del Señor se sentirán como poseídos de la más dulce e
intensa devoción..., y olvidarán las penalidades, gastos y peligros del
viaje. El tono vibrante de san Bernardo hubo de electrizar el ánimo de
quien leyese este pasaje como tantas veces ocurrió con quienes le escucharon
en la predicación de la segunda cruzada.

Tomando como recurso la etimología de Betfagé, casa de la
boca, apela el santo a la conversión del pecador y la confesión de sus
pecados, como primer paso de su existencia renovada. Esboza una
más amplia meditación sobre la confesión, las disposiciones de los
penitentes y el modo de proceder de los sacerdotes26. Al fin, el hombre
renovado llega a Betania, la casa de la obediencia, virtud esencial en
la vida del hombre nuevo, tanto en la acción como en la contemplación
(Marta y María)27.

Programa de renovación para el hombre y programa de vida,
san Bernardo trasciende en su escrito la sola alabanza de la Orden. No
es difícil suponer el efecto que tales argumentos, que constituyeron
muy probablemente el esquema de sus predicaciones orales, hubieron
de causar en los hombres de su tiempo. Es indudable que su acción fue
decisiva en el crecimiento del Temple, tanto como en la promoción de
una nueva cruzada.

LA SEGUNDA CRUZADA.

En diciembre de 1144 se producía la caída de Edesa en manos
de los turcos; sucumbía el primero de los estados nacidos medio siglo
antes como consecuencia de la primera cruzada. Inmediatamente se
producen demandas de socorro que hallan un ambiente mucho menos
favorable que en la primera ocasión: han fracasado diversas expediciones
durante estos años y se ha filtrado un espíritu de lucro en el
primitivo espíritu de cruzada.

No se produce, en efecto, un movimiento similar al que había
dado lugar a la primera cruzada. En el caso de Francia, Luis VII, en
diciembre de 1145, prometía marchar a la cruzada y solicitaba de san
Bernardo que predicase la expedición. El santo declinó la petición, argumentando
que no se había pronunciado el Pontífice al respecto, pero
aceptará la misión cuando Eugenio III proclame la cruzada otorgando
los mismos beneficios espirituales que, en su día, concediera Urbano II.



El primer acto de su predicación tuvo lugar el 31 de marzo de
1146, en Vezelay; la fuerza arrebatadora de su palabra produjo un
efecto definitivo en esa ocasión y en las semanas siguientes de agotadora
predicación; recorrió la región del Rin en el otoño de ese año y,
ya en invierno, estuvo en Suiza. En los últimos dias de diciembre se
entrevistó con el emperador Conrado III, a quién logró comprometer
en la empresa. Volvió a Clairvaux en febrero de 1147 e inmediatamente
se trasladó a Étampes, donde los nobles de Francia realizan los
últimos prepartivos de su expedición.

No cabe duda del liderazgo de Bernardo en la predicación de la
segunda cruzada; tampoco de la novedad del estilo que su predicación
contiene. Nada de apelaciones apocalípticas, causa de desastres en el
pasado: es preciso el orden y la disciplina, la conducción por jefes experimentados.
Incluso en sus propuestas el realismo de Bernardo ofrece
un negocio a los futuros cruzados: una cruz cuya materialidad
cuesta poco pero que vale el reino de Dios.

En mayo y junio de 1147 se ponían en marcha, respectivamente,
Conrado III y Luis VII. Como es sabido, la cruzada es un gran
éxito de preparación y un enorme desastre en su ejecución. Eran demasiados
los aspectos que no fueron tenidos en cuenta: el crecimiento
del poder islámico, las disidencias entre los estados cristianos, la desconfianza
de los griegos.

Lo que para nosotros tiene ahora un extraordinario interés no
es el desarrollo de la expedición, sino el clamor casi unánime que el

fracaso de la segunda cruzada produjo contra el santo abad. Es la demostración
irrefutable de que todos consideraban a san Bernardo como
el verdadero promotor de la fallida expedición. El gran impulso
hacia Oriente era obra exclusiva suya. Propuesto como una obra santa,
causaba escándalo que, siendo la Cruzada una empresa querida por
Dios, hubiese fracasado en medio de grandes sufrimientos para quienes
habían participado en ella.

Algunos contemporáneos explican el fracaso de la segunda
cruzada como consecuencia de los pecados de quienes en ella participan28.
Es una opinión generalizada, a la que se refiere el propio san
Bernardo cuando decide al fin, probablemente en 1150, escribir una
apología que incluye en el tratado sobre las obligaciones del pontificado,
el De consideratione, cuyos cinco libros dedica a Eugenio III29.
El escrito constituye la plasmación de la idea de Cruzada en san Bernardo
y, para nosotros, la medida del grado de protagonismo bernardino
en las empresas militares en Oriente.

Ocupa el primer capítulo del libro II del citado tratado y se escribe
a petición del propio pontífice, trascurrido un tiempo suficientemente
amplio desde aquélla como para que san Bernardo considere
necesario justificar el retraso.

El argumento parte de la bondad y justicia de Dios, a simple
vista incompatible con el desastre que ha significado la cruzada. Establece
una comparación entre el pueblo hebreo, el pueblo de Dios, y el
ejército cruzado, el nuevo pueblo de Dios; este hilo conductor será el
que, apoyándose en diferentes episodios, le permite explicar el fracaso
de la cruzada. Fueron los pecados de aquél los que causaron los terribles
sufrimientos; del mismo modo, ha sido la abominación reinante
en el campamento cruzado la que ha sembrado la derrota: "...pavor,
abatimiento y confusión hasta en la alcoba del rey..." en velada alusión
a los problemas conyugales de Luis VII30.

Con su habitual alarde escriturístico, establece san Bernardo
dos paralelismos concretos:

1. Los israelitas en el Exodo, incrédulos y rebeldes, tienen su pensamiento
permanentemente en lo que habían dejado atrás, como quienes
habían participado en la segunda cruzada: "...¿ cómo podían seguir
adelante los que siempre se volvían hacia atrás en su caminar?..."31.
2. Tomando como argumento los acontecimientos protagonzados por
la tribu de Benjamin, en los capítulos 19 y 20 del libro de los Jueces,
señala la falta de confianza en el Señor como nueva causa de la derrota
Cruzada. En este caso se refiere discretamente a los milagros que
realizó durante la predicación de dicha cruzada32.
En cualquier caso, ni duda de la santidad de la empresa, ni de
la inspiración de su intervención; su conciencia está tranquila, como
debe estarlo la del papa, y se muestra poco preocupado por las murmuraciones
y los juicios que sobre él han vertido quienes "... llaman
mal al bien y bien al mal ...". Con agudo criterio señala que tal juicio
erróneo procede de juzgar las acciones por su éxito aparente: otros son
los frutos de la Cruzada; concluye mostrando su alegría por ser el escudo
del Señor, aquél sobre quien recaen ofensas que, así, no alcanzan
a Dios33.

Fracasada la cruzada por los pecados de quienes en ella participan,
tiene verosimilitud la argumentación de Suger que plantea enseguida
una nueva cruzada, dirigida por los clérigos que evitaría caer
en los vicios de la anterior. Una asamblea del reino reunida en Chartres,
en mayo de 1150, tomaba la decisión de nombrar a San Bernardo
jefe de esta nueva expedición. Desde sel punto de vista de Suger tiene
perfecta lógica; constituye, además, la plena demostración de la importancia
de san Bernardo como impulsor hacia Oriente, por más que
pueda parecer un disparate depositar esa confianza en un monje de sesenta
años.

San Bernardo hace ver al pontífice en una de sus cartas, la
epístola 256, la inviabilidad de tal designación, por razones de edad,
profesión monástica e impericia militar, e insiste que es al pontificado
a quien corresponde el manejo de las "dos espadas". Más nos interesa
todavía la respuesta del Pontífice: confirmando a Bernardo como jefe
de la expedición, dejaba claro que el sentimiento general, a pesar de
los fracasos experimentados por la cruzada, y las críticas contra éste,
consideraba al abad de Clairvaux como el verdadero motor del espíritu
cruzado.

Poco importa que la muerte de Suger, el 13 de enero de 1151,
arrojara un insuperable obstáculo sobre una expedición que, probablemente,
se habría enfrentado a otros también insuperables. Lo importante,
y así podemos afirmarlo a modo de conclusión, es que existía
una opinión unánime que señalaba a san Bernardo como el verdadero
motor del espíritu de toda una época, el que arrastra a los hombres
hacia la gran empresa en Oriente.

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