jueves, 27 de mayo de 2010

El Claustro, la meditación y el regreso al origen, por Mario satz, cabalista.




De la definición que en el siglo XVII el lexicógrafo Covarrubias da del claustro es fácil inferir que ya en esa época había pasado del patio cercado de la iglesia o catedral a la universidad, dejando de ser, en la mayoría de los casos, un sitio de reclusión metafísica para convertirse en un espacio de diálogos sobre la física del mundo, conservando, sin embargo, su relación primigenia con el estudio, la meditación y, sobre todo, el recogimiento. Un recogimiento cuyos precedentes, en el ámbito cristiano, se hallan entre los esenios y los terapeutas, pues tanto unos como otros constituían comunidades monásticas de ascetas judíos que buscaron el desierto y la soledad-en las inmediaciones del Mar Muerto en el primer caso y en el Delta del Nilo en el segundo-para dedicarse a lo que Filón definió como biós teretikós o vita contemplativa. Situados a espaldas del mundo exterior y de su cronología, estos monjes o meditadores no vivían su encierro como una prisión sino como un privilegio, la inscripción en un espacio sagrado sobre el que soplaba, con frecuencia, el hálito de la eternidad.

Desde el punto de vista tradicional de la Kábala, esas zonas cerradas o protegidas para cultivar en ellas el arte de la meditación están en concordancia con el nivel más elevado del Arbol de la Vida que lleva el nombre de mundo de la emanación. Reflejo de un estrato del ser en el que todo lo que ocurre, como en el wu wei del taoísmo chino, sucede por sí mismo, sin esfuerzo aparente y con el estilo de una sobria ebriedad, la armonía del cosmos se deja sentir allí en cada uno de los gestos humanos que lo expresan, reglados por sus horas de canto, rezo o silencio. Exactamente como ocurría en el Paraíso, del cual el claustro cristiano intentará ser un remedo, el kabalista o terapeuta que busca ese elevado locus se propone escuchar la energía ígnea del universo, la música del cielo. Trabajar poco y admirar mucho. ´´El origen del cielo es el fuego, el de la atmósfera el aire, y el de la tierra el agua: el fuego sube, el agua desciende y el aire es la regla que establece el equilibrio entre ellos´´, dice el Séfer Yetzirá aludiendo a las letras letras madres del alfabeto místico: la alef a , la mem m, y la shin sch. Esta mención presocrática, elemental, nos da una idea bastante ajustada de las cuatro partes del Arbol de la Vida, la primera de las cuales lleva el nombre de atzilut, que también abarca el nivel aéreo del esquema sefirótico.

La Kábala sostiene, entonces, que aquellos que operan en este espacio de privilegio son los llamados aristócratas del espíritu o atzilim. Ellos son los auténticos seres-metáfora, melitz, los mediadores entre lo invisible y lo visible. Tal es el nombre, por otra parte, que los Evangelios dan a Jesús por boca de San Pablo en 1 Timoteo 2: 5 : ´´ et mediator Dei et hominum.´´ Se trata, por lo visto, de una mención con múltiples sentidos, uno de los cuales es, por supuesto, el que alude a la meditación misma, al estar en-medio-de-las-cosas-y-los-seres. El justo, recordemos, se posiciona ante el fiel de la balanza y busca equilibrar siempre los extremos. Asimismo el monje en su claustro se considera un puente entre los bordes del firmamento y las honduras terrestres. Un eje por el que pasa el fluido sensible del éxtasis.

Mientras que al fuego le corresponde el pensamiento puro, al aire la palabra emitida, al agua la forma y a la tierra el volumen, se supone que los atzilim operan, sobre todo, en este primer nivel del ser. Se alimentan de vibraciones, de música y su velocidad emula la de la luz. Pero como la luz total es inaccesible, están, desde la sombra o tzel junto, etzel al Infinito la mayor parte del tiempo posible. Este es el campo de trabajo de los estudiantes y los reflexivos, los místicos y los soñadores, quienes viven con mayor intensidad la contracción que la dilatación, la concentración que las expansiones de la vida profana; la Sabiduría y el Entendimiento, segunda y tercera sefirots respectivamente, que la Belleza o el Fundamento, sexta y novena en el diagrama del Arbol de la Vida.

Geométricamente hablando, la zona de la emanación se corresponde con el punto, y quizás por ello el espacio trivial, el mundo usual de las seis dimensiones sea para él casi irrisorio, en tanto que la búsqueda de su centro o la perspectiva de una existencia plena de sentido constituyan una aventura intransferible. La Kábala insinúa que en cada punto o nekudá acerca del cual se medita( hdqn ) hay una limpieza o niká ( hqn ) que llevar a cabo, un trabajo de purificación que consiste, ni más ni menos, que en transformar cada fragmento de realidad en un refugio o nido para el Espíritu, un ken en el que pueda oírse, si uno está atento, el eco o hed del juicio superior, dan. Esa tarea debe emprenderse provisto de la más grande de las humildades, de un dejar hacer que es, precisamente, aquello que mejor caracteriza a la emanación.

Existe un notable fragmento del Zohar o Libro del esplendor que da cuenta de lo que ocurre en ese espacio de naturaleza superior. Dice así: ´´ Aquí, en el retiro más misterioso, hacia el cual todas las almas se esfuerzan, se halla la clave. La luz que sale de aquí irradia en todas direcciones. Delante de mi-dice en el citado texto Simón Bar Yohai-está el Santo de los Santos(en el que estaba ubicado el arón ha-kodesh), el Arca de la Alianza); delante de mi descendió una cortina y me dijeron que detrás de esa cortina permanece la semilla de la vida y que parte para los mundos inferiores por medio de un río cuyas aguas nunca cesan de fluir. Cuando la semilla santa deja el Santo de los Santos, es enviada por canales y fecundada antes de ser impulsada hacia abajo. En este palacio se hallan todos los goces, así los conocidos como los que sobrepasan la imaginación del hombre. Aquí tiene lugar la unión del mundo superior con el inferior, la unión del macho con la hembra.´´

Considerando su valor numérico, atzilut o emanación (= 537 ) equivale a la columna vertebral o jut ha-sidráh ( = 537 ), idea que vuelve a evocarnos el ya citado pasaje zohárico y la posición media-entre lo izquierdo y lo derecho-, del justo o iniciado.

Una extensión de ese Arca de la Alianza, es decir de su ´´símbolo de transformación´´, que diría Jung, es el claustro con su división cuaternaria, su marginación de la vida superficial e insignificante, y el modo de ser de un santuario bajo cuyas losas late la cita bíblica de Jeremías 2: 13 que dice: ´´ me dejaron a mi, fuente de agua viva, y cavaron para si cisternas, cisternas rotas que no retienen agua´´, cita que los monjes han tomado muy en cuenta a la hora de buscar el líquido divino. Así, habiendo reparado en que son los hombres de afuera quienes pierden el contacto con ese agua restauradora, ellos se transformarán en los de dentro, místicos y meditadores que, queriendo volver de la cisterna rota a la fuente viva, construyen entre los muros del claustro un sitio de recuperación psíquica a la vez que de regeneración somática. En la mayoría de ellos-diseñados en forma de cruz y en la intersección de cuyos brazos brota una fuente de la que, a su vez, suelen partir cuatro senderos, remedo de los ríos del Edén-, hombres y mujeres meditan y gozan aún hoy de la restauración anímica que tal ambiente suscita. La ascética y disciplinada vida claustral era, para San Bernardo-teórico del Císter(1)-una imagen y anticipación del Paraíso, por lo que dio en llamarlo, a ese recinto, paradisus claustralis. En él reverberaban, por lo menos en la memoria de los más sabios, los nombres de Pisón, Gihón, Hidekel y Eufrates, ríos míticos sobre los que, a su vez, navegan los nombres de los cuatro evangelistas: Mateo, Lucas, Marcos y Juan y los cuatro orientes geográficos, conformando un totum o mandala cristiano del cual, llegado a su centro, podía decirse con justicia que era el centro del mundo.
Mientras que la catedral o el templo acogen a todos los fieles, al claustro van únicamente quienes están consagrados a la vida del espíritu, monjes o monjas. No se lo habita y recorre todo el tiempo sino a horas precisas, ya sea en pequeños grupos o individualmente. Su perímetro resuelve el clásico enigma de la cuadratura del círculo, armonizando el diseño circular de las aberturas humanas con el cuadrado de su base carbónica. En cierto modo, plegaria o rezos mediante, los meditadores se anudan de ese modo a las generaciones pasadas y a las por venir, estableciendo puentes de silencio y nexos que se basan en lecturas bíblicas y salmodias antiguas, una de las cuales es el canto gregoriano. Hay claustros-el de Silos en la provincia de Burgos, por ejemplo-, en cuyas columnas están representadas las imágenes y metáforas del salterio, como para que el religioso sepa en cada ´´estación´´ o lugar por el que pasa qué cantar o qué pensar. Bajorrelieves en los que figuran personajes de la Biblia junto a detalles de las vidas y obras de los santos animan esos arcos y esas ojivas en las que predominan los pámpanos y laberintos que aluden al si-mismo, al retorno y la introspección. Flores, pocas, pero sí setos de hoja perenne como el boj o el arrayán, y a veces un ciprés y una palmera-la muerte y la vida- a igual distancia de la fuente central. Cuando el claustro es grande, y contiene tierra suficiente, también se siembran en él hierbas aromáticas que sirven como modelo de las virtudes que el meditador no debe cultivar. En la obra bizantina El jardín simbólico (2) ,cuyo anónimo autor vivió a de mediados del siglo XI-época de floración, también, de los monasterios occidentales-, se comparan las doce virtudes del alma cristiana a diferentes especies botánicas, como por ejemplo la rosa con la virgindad y la encarnación o el lirio con el pudor; el limonero con la pureza y el olivo con la misericordia. De tal modo que el meditador no sólo recorre, en el geométrico claustro medieval, una arquitectura religiosa sino que puede intuir en su perímetro interior el lazo secreto que liga la caléndula a la pobreza, la higuera a la dulzura, relacionando la vid con la alegría(la eucaristía); el granado con la valentía y la caridad con las violetas, etc. Incluso la zarza tenía, en ese organigrama ético-vegetal, un sitio: el que señalaba que el alma debía, antes o después, entregarse a la penitencia, al espinoso esfuerzo en las márgenes mismas del ser. Un siglo más tarde, en el XII, Herrade, abadesa de Santa Odilia, reitera en su Hortus deliciarum (3) , bajo el emblema de las flores más bellas todo cuanto puede hablar del Salvador, su Madre y los Santos. De la misma época es el Jardín de las delicias de Salomón, del benedictino Hermann de Werden. Meditar en un claustro, por cierto, no debía ser, necesariamente, clamar en el despierto como los padres cristianos de la Tebaida: si había agua, y solía haberla, y en los parterres crecían hojas y frutos vivientes, cada detalle y cada esquina del hortus conclusus podían ser entonces epifánicos, reveladores.


Hombres y mujeres buscaban, en el claustro, un estado de serenidad mental que les permitiese flotar por encima del mero vivir cotidiano. El aislarse no representaba, para ellos, una condena sino una elección, un destino puntuado por el silencio y la belleza(4). Por qué era más fácil vivir ese estado dentro del monasterio que fuera, en el mundo, es una respuesta que hay que buscar en otras tradiciones, alejadas de la nuestra por la geografía y el clima pero poseedoras de espacios, recintos y construcciones análogas. Pues hubo y hay aún monasterios taoístas, madrasas sufíes, conventos budistas en los que los jardines vallados, casi secretos, son espejos para corregir los hábitos del alma y templar el ánimo a base de reflexión y ejercicios respiratorios. Edificios que conservan, en su interior, en su núcleo, conjuntos de agua, piedra, madera y arena a través de cuya atenta observación podemos imaginar los más ajustados acordes de la serenidad. Mientras el mundo de afuera trabaja para mantener la existencia, el de adentro-abadía, escuela o claustro, en suma-, esfuerza su atención para conferirle, a esa existencia, la trascendencia que ennoblezca el mero hecho de vivir. ´´El jardín-escribe Rosario Assunto(5)-es un espacio absolutamente distinto a los espacios que nuestra cotidianeidad consume consumiéndose en ellos. No es una mera exterioridad, es, al contrario, y Rilke nos lo ha dicho de la mejor forma posible, un espacio en el que la interioridad se convierte en mundo, y donde el mundo se interioriza. Un espacio que el sentimiento y el pensamiento, objetivizándose en él, han individualizado como lugar , del mismo modo que ellos, subjetivizando el espacio e identificándose con él, se han hecho ellos mismos lugar.´´

Lo que comenzó, en Bizancio y en los páramos y desiertos, con la práctica de la omphaloscopia o contemplación del propio ombligo para entrar por él al corazón cuyos latidos y ritmos desean consagrarse al Espíritu, y cuya hipóstasis más perfecta es, para el cristiano, la figura de su Maestro, acabó por reclamar, en Occidente, un espacio material contigüo a los templos, una construcción en la que se pudiese meditar y poner en práctica, con libertad y respeto, la imitatio Christi in regno caelo. El cuadrado habría de ser su base, su emblemática planta, y la fuente central su motivo más hondo. Pero tal vez la historia de esa fuente se remonte más allá de los terapeutas y los esenios con sus baños rituales y sus himnos solares, más allá de la geografía bíblica. Existe un curioso poema esotérico llamado las Tablillas órficas que describe un manantial cuya agua fresca conduce, a quienes la ingieren, al reino de los héroes. Dice así: ´´Encontrarás en la casa de Hades ( el Infierno)a la izquierda un manantial; a su vera se yergue un ciprés blanco. No te acerques a esta fuente. Encontrarás otra, con un agua fresca que viene de la laguna de la memoria, Mnemosyne. Unos guardianes la custodian. Diles: ´Soy hijo de Gea (la tierra) y de Uranos( el cielo estrellado) , y por ello mi verdadero linaje es celeste. Estoy seco por la sed y me muero. Dadme, pues, del agua fresca que mana de la laguna de la memoria; y entonces te darán de beber del manantial divino y ascenderás con los héroes.´´ (6).

La fuente del afuera y los cántaros rotos¿no forman parte, en cierto modo, del escenario del Hades? Considerando los aspectos infernales y desgarradores del mundo terrestre en el que vivimos, su ruda realidad ofrece pocas dudas acerca de por qué es tan difícil realizarse en lo externo, y ése es el motivo por el cual mujeres y hombres de todos los tiempos y latitudes han buscado en parajes lejanos y montañas elevadas, bosques espesos o desiertos ardientes abandonar sus lazos externos para enclaustrarse y meditar con el fin de, entrando dentro de sí, hallar, bajo su sensible tórax, aquello a lo que alude el Salmo 36:10 : ´´Contigo está la Fuente de Vida´´. Aquello que, inaudito y maravilloso hizo exclamar al santo de Fontiveros, Juan de Yepes o Juan de la Cruz:

¡Oh cristalina fuente
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!

Mario Satz

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