La mística no es solamente un objeto de estudio, es un sujeto con voz propia, con una perspectiva propia. De modo que el mejor modo de conocerla es entablar un diálogo con ella y no el someterla a una disección analítica objetivadora.
Como dice Thomas Merton “cuanto más se intenta analizarla objetiva y científicamente tanto más se vacía de su contenido real, ya que esta experiencia está más allá del alcance de las palabras y razonamientos”.
Dese el punto de vista de la mística no hay otro modo de conocerla que experimentarla, hacerse místico y no hay otro modo de hacerse místico que “entrar en relación”, “encontrarse”, “transformarse por el encuentro con ella”.
La mística se abre al encuentro no desde la apologética y la militancia sino desde un valor monástico fundamental: la hospitalidad.
La mística acoge sin forzar, respetando la libertad del otro e implicándose con él, animándole a entrar en comunión, sin fusión, con ella.
Desde el punto de vista de la mística no hay otro modo de espiritualizar la cultura que “hacerse místico” y no hay otro modo de “hacerse místico” que entrar en una cadena de transmisión de la mística, en una tradición viva.
La mística ha permanecido a veces demasiado altiva, al margen de las disciplinas culturales y científicas, como si pudiera existir al margen de ellas. Por ello, la mística debe dar hoy el primer paso y propiciar el encuentro con la cultura.
El monacato cisterciense es una reforma contemplativa del monacato benedictino realizada en el siglo XII bajo el impulso de San Bernardo de Claraval.
Podríamos decir que es la primera mística moderna, la primera mística que es netamente personalista, que pone a la persona en el centro de la realidad. Los monjes cistercienses expresarán su experiencia personal en sus escritos, creando así la primera teología mística occidental.
Císter es un humanismo integral y como tal parte del principio de la persona como realidad y valor fundamental. Entendiendo la persona no como individuo sino como comunión, como relación con todo y con todos sin perder su identidad única y diferenciada.
La primera aportación que nos puede dar el monacato cisterciense es descubrir la existencia de un primer proyecto moderno que unía espiritualidad y cultura.
Esto supone confrontar diversas interpretaciones de la modernidad que hoy defienden diversos defensores de la espiritualidad. Es decir, supone plantear otra alternativa tanto a la visión antimoderna, que cree que la modernidad es esencialmente antiespiritual, como la visión postmoderna, que cree que la esencia de la modernidad es aceptar la fragmentación cultural, cuando existe una modernidad mística que busca superar la fragmentación, como superar también la visión transmoderna o transpersonal, que cree que la modernidad no tiene una mística y debe descubrirla ahora, cuando la mística ya estaba en la modernidad desde su origen, si bien el primitivo proyecto moderno del siglo XII fuera desechado finalmente en el siglo XV, naciendo una modernidad separada de lo espiritual.
El monacato cisterciense es también un fenómeno cultural, social, económico, político y artístico. Es un ejemplo de unión de la cultura y la espiritualidad.
Para el monacato, la cultura es un instrumento no un fin en sí misma. La cultura monástica relativiza los logros culturales, realiza sobre ellos un despojamiento, los descentra, los saca de sí mismos y los pone al servicio de lo más profundo del ser humano.
Para Jean Leclercq el monje es “un sabio, un letrado, pero no es un hombre de ciencia, un hombre de letras, un intelectual sino un espiritual”.
La mística también enriquece la cultura, no porque sea un “saber sobre los otros saberes” sino porque busca ser el fondo de todo saber, convertir cualquier ciencia o arte en un camino de realización del ser, en un camino hacia el Amor.
La mística necesita de la cultura pero no es un elemento cultural más, aunque lo consideremos el más elevado, está más allá de la cultura.
La mística unifica la cultura haciéndola salir de la fragmentación de saberes que aportan las diversas ciencias, ya que les da a todas una misma dirección: que puedan llegar a ser caminos hacia la experiencia mística sin perder cada una su propia identidad y autonomía. La mística respeta la autonomía científica, simplemente añade la dimensión simbólica sin confundirla con la dimensión científica en sentido positivista.
Una mística verdadera no uniformiza haciendo un sistema que pretenda abarcar toda la verdad, sino que unifica en la pluralidad, haciendo que cualquier camino que cumpla unos mínimos éticos y epistemológicos, pueda ser también un camino místico.
Los monjes cistercienses dieron esa dimensión simbólica a la antropología y psicología de su tiempo. Lograr reconstruir esa dimensión simbólica es una de las tareas para hacer de cualquier ciencia o arte un camino místico.
El monacato cisterciense, como cualquier mística, es también una experiencia. ¿Qué es la experiencia mística?.
Merton dice “es un repentino don de toma de conciencia, un despertar a lo real en el que todo es real, una comprensión viva del Ser Infinito que está en la raíz de nuestro ser limitado”.
Ahora bien, no es una mera experiencia subjetiva, es comunicable a otros por vía simbólica y es también recibida, por ósmosis, de otros. Pierre Miquel dice “no se nace monje; se llega a ser monje; se es recibido en la vida monástica, o mejor, se recibe la vida monástica de otro”.
La mística tiene una dimensión comunitaria y se valida mediante el reconocimiento de otros. Una mística puramente subjetiva es imperfecta.
La mística, en definitiva, no es un discurso, es una persona colectiva, una cadena de transmisión o iniciación.
Así se define el zen a sí mismo (en una traducción un tanto libre), y es una definición válida para cualquier mística:
“una transmisión especial, más allá de las Escrituras,
Más allá de palabras y letras,
Que se dirige directamente al corazón,
Nos hace descubrir nuestra verdadera naturaleza y nos pone en comunión con todo”.
La mística se recibe de otros más allá de las palabras, por ósmosis, mediante el encuentro con otros que la viven. La mística no existe, existen los místicos. Por eso, recuperar a los místicos, más que la mística como discurso o saber, es fundamental para integrar espiritualidad y ciencia.
Los místicos son los encargados de “abrir” al simbolismo la cultura y eso es lo que hicieron los monjes cistercienses con la ciencia de su época.
La cultura monástica no describe los fenómenos, sino que los narra, intenta provocarlos en el oyente (es performativa). La antropología y psicología cistercienses son ante todo una lectura simbólica de la antropología y psicología del momento que buscaba provocar la experiencia mística en el otro.
El centro de la mística cisterciense es la experiencia de que todo es relación, la realidad es relación, es amor. Esto es lo que expresa el símbolo de la Trinidad, la realidad es plural y, a la vez, es una. Llegar a conocer esta experiencia es la meta del ser humano. Ahora bien, no se puede conocer sólo por la razón sino por el amor, que es un tipo de conocimiento en el que el conocedor se transforma en lo conocido.
La antropología cisterciense concibe al hombre más que como individuo como persona, como comunión. Nuestra verdadera naturaleza está más allá del individuo, del ego, es amor y libertad en la limitación.
Nuestra tarea es salir de la identificación con el ego para realizarnos como comunión con todo y con todos, eso es alcanzar nuestra verdadera naturaleza que es imagen y semejanza de Dios.
San Bernardo en su libro “De Diligendo Deo” (tratado del Amor a Dios) elaboró un camino de los grados del amor a Dios
1) Amar al hombre como hombre.
2) Amar a Dios porque lo necesitamos.
3) Amar a Dios por él mismo.
4) Amar al hombre desde Dios.
La experiencia culmina en el compromiso con el otro, con el hermano, dar la mano a otro.
El comienzo de todo camino espiritual es conocerse a uno mismo, de ahí la necesidad de la psicología para la mística.
Para la psicología cisterciense se pueden diferenciar tres estructuras en la mente, que a su vez son tres momentos evolutivos: el anima, el animus y el spiritus.
El hombre vive en la región de la desemejanza, está en desarmonía y debe recuperar la armonía o semejanza. Para armonizar la mente primero hay que integrarla con el cuerpo y luego abrirla a lo espiritual.
La antropología cisterciense habla de cuatro dimensiones humanas, simbolizadas por los cuatro lados del claustro de los monasterios: La corporal, la mental, la espiritual y la social. Desarrollar e integrar esas cuatro dimensiones es la labor del monje y de cualquier hombre.
La afectividad está presente en todo el camino, el monasterio es una escuela del amor, un lugar para educar las emociones hasta hacerlas affectus, emoción integrada con la razón y con el espíritu. El camino es la relación personal con Cristo, primero con el Jesús humano y por último con el Cristo Total, con toda la realidad, es decir, evolucionar de una afectividad muy narcisista a una afectividad más madura y gratuita.
Estos son los contenidos a grandes rasgos de la antropología y psicología cistercienses, lo importante no es quedarse con los contenidos como con el estilo, con el modo de unificación de mística y antropología y psicología que nos pueda servir como guía para integrarlas en la actualidad.
El primer paso a dar es recuperar una mística viva, comunidades y cadenas, redes de corazones que vivan una mística auténtica. Hoy la mística está desapareciendo en todas las culturas y religiones. Además hoy la mística no parece encontrarse en el centro de las tradiciones sino en las periferias, en los márgenes, en las fronteras, en los lugares de encuentro sin confusión de las religiones. El ecumenismo y el diálogo interreligioso es uno de los lugares de la mística hoy.
Recuperar la mística supone abrir el paradigma cultural positivista y caminar hacia un paradigma más humanista y espiritual. En este aspecto, la psicología como ciencia a mitad de camino entre las ciencias y las espiritualidades puede ser una ciencia de vanguardia hoy.
Recuperar la mística también supone revitalizar las comunidades místicas, revitalizar las cadenas iniciáticas, esto hoy supone el encuentro entre las diversas místicas de diversas tradiciones, colaborando unas con otras para enriquecerse mutuamente, sin perder cada una su identidad.
Alcanzar la utopía de una mística renovada e integrada en la cultura supondría una nueva cultura:
- Una cultura unificada (no uniformada) que superara la fragmentación cultural actual, en la que todos los caminos científicos y artísticos se dirigirían en último término al mismo objetivo (la experiencia mística) sin perder cada uno su identidad.
- Una cultura humanista, en la que la persona sería el centro y los valores de humildad, libertad y amor estarían por encima del poder o el saber.
- Una cultura dinámica. La mística rechaza la sistematización estática y relativiza todo sistema sin rechazar una necesaria estructuración. La mística es flexible y flexibiliza.
- Una cultura pluralista. La experiencia mística nos hace descubrir el pluralismo como una estructura última de la realidad, logra la comunión sin eliminar las diferencias. Nada tiene que ver el pluralismo con el relativismo. El pluralismo afirma una pluralidad de caminos pero no niega que la verdad existe, ni cree que todos los caminos sean iguales, los hay más verdaderos y menos, mejores y perores.