Un lugar para conocer la mística cisterciense en sus más variadas manifestaciones (las tradicionales: monásticas, caballerescas-Temple y otras órdenes de caballería- y las más actuales: laicales y el zen cristiano) abierto a tod@s los que sienten interes por ella o desean encarnar en sus vidas este carisma tan plural.

viernes, 29 de mayo de 2009

Lo Monástico como potencialidad, como experiencia, como proyecto y como medida contra la crisis.

R. Panikkar considera que “lo monástico” es un arquetipo, una invariable antropológica presente en todo hombre y en toda mujer, consistente en la tendencia a buscar el centro o la unidad interna y externa. Todos tenemos algo de monjes o monjas y, de alguna forma, tod@s debemos desarrollar esta dimensión.

De forma que es una potencialidad que debemos realizar, es decir, convertir en experiencia. Las grandes tradiciones culturales y religiosas de la humanidad habrían nacido de experiencias monásticas o de unificación y plenitud y serían caminos para lograr esa experiencia.

En el centro de todas las tradiciones podríamos encontrar, por lo tanto, un núcleo común, esa experiencia de unificación y realización, esa experiencia que podríamos llamar mística, la meta a la que nos conducirían todas esas tradiciones.

Algunos han hablado, por ello, de la existencia de un núcleo común a todas las religiones, la tradición primordial o perennis, que sería ese núcleo en el que todas las tradiciones coinciden.

Guenon es quizá el más destacado pensador contemporáneo en dar a conocer esta visión. Él diferenciaba el núcleo esotérico o interno, común a todas las tradiciones, y la “corteza” exotérica o externa, que serían las diferencias entre ellas, en último término irreales e ilusorias.

Panikkar es más matizado en su descripción de ese núcleo de las tradiciones. No es simplemente un lugar donde todas se unifican, es un lugar de unión en la diferencia. Cada tradición expresa algo único y propio que ninguna otra tradición expresa de la misma manera, aunque entre ellas también existan elementos comunes que permiten el diálogo y el mutuo entendimiento por encima de las diferencias. La experiencia monástica más que una experiencia de unidad por encima de las diferencias, es una experiencia de unidad en la pluralidad, no pretende hacer desaparecer las diferencias, lo que busca es evitar el enfrentamiento o la fragmentación de lo que es diverso.

A esta experiencia monástica la denomina Panikkar como cosmoteándrica, porque es una experiencia de unificación sin confusión de lo divino, de lo humano y de lo cósmico. También habla de una experiencia de secularidad sagrada, porque es una experiencia que valora tanto lo espiritual como lo secular, la unidad y la pluralidad, lo contemplativo como lo activo. Es no-dual, es decir, no lo unifica todo en la unidad sin respetar las diferencias, ni mantiene la realidad separada y fragmentada. No es monista ni dualista es a-dual.

La mística monástica es, por lo tanto, una mística que no es meramente interna, supone un compromiso social e interpersonal, además de personal. Es una experiencia integral, por eso, podríamos llamarla también mística política.

El último proyecto occidental que intentó construir la sociedad desde esa experiencia monástica ocurrió en el siglo XII, cuando la orden cisterciense y la orden templaria colaboraron en crear un modelo de sociedad que intentaba unir lo diverso, lograr la paz incluso a nivel supraeuropeo, hacer una Iglesia contemplativa y una sociedad más igualitaria y más preocupada por la justicia y los pobres.

Este proyecto fue vencido y desvirtuado, la Iglesia se convirtió en un poder que reclamaba la supremacía social, la unidad supraestatal fue imposible y la sociedad se centró en la búsqueda de la supremacía económica de unos sobre otros, más que en la igualdad y la solidaridad mutua.

Recuperar este proyecto monástico es esencial para poder dar solución a las graves contradicciones que nos aquejan, por eso el tomar conciencia de lo que ocurrió en nuestro pasado y el intentar lograr la experiencia monástica o de unidad en la diferencia, y el comprometernos en extenderla socialmente son medias urgentes si queremos ayudar a solucionar la crisis colectiva que parece estamos atravesando

lunes, 25 de mayo de 2009

Císter y la orden del temple: Dos brazos de la Revolución espiritual progresista vivida en el siglo XII. ¿Hay hoy un Temple progresista?




Como ya he señalado en otras ocasiones, no se puede entender el fenómeno cisterciense, del que el Temple es una manifestación, sin comprender la situación de la cultura y la sociedad europea en el momento de su nacimiento.


El siglo XII es un siglo fundamental para comprender la historia europea, en él se intentó llevar a cabo una revolución social y cultural progresista, por parte de una serie de movimientos místicos que hicieron una crítica a la sociedad feudal y a la Iglesia comprometida con ella.


Por eso, es curiosa la atracción de los grupos “neotemplarios” actuales por los aspectos más feudales y militaristas de la orden del temple, es decir, por los aspectos más contingentes y superficiales de la misma, que indican un desconocimiento de lo que supuso la revolución cisterciense en Europa y el carácter antifeudal y antigregoriano de la actuación del temple y del Císter.


La reivindicación de una Iglesia pobre, contemplativa, sin vínculos con el feudalismo, la crítica a la situación social que la división estamental suponía, el apoyo al proyecto imperial frente a una Iglesia que quería imponerse sobre la sociedad y frente a unos poderes nacionales que querían absolutizarse, fueron los ideales que dieron nacimiento al Císter y al Temple.


Durante el siglo XI una fuerte corriente eclesiástica antijerárquica fue tomando cuerpo, a su cabeza están los monjes que hacen una crítica al monacato benedictino tradicional, demasiado vinculado a la nobleza feudal y, por lo tanto, solidario de sus intereses. Císter nace de estos monjes revolucionarios, así como la idea de la cruzada tiene que ver con estos movimientos de transformación de la sociedad, que intentan generar un renacer espiritual en occidente, una transformación eclesial y social, así como la extensión de este nuevo orden al Oriente más rico y desarrollado. La toma de Jerusalén es el símbolo de la victoria de este proyecto. El Temple será la institucionalización de estos ideales y un instrumento para conseguirlos, apoyado por cistercienses y por los grupos esotéricos medievales.


Como explica Rene Guenon no hay duda de que en las órdenes de caballería existía un pensamiento esotérico vinculado al hermetismo, que les permitió servir de nexo de unión entre el Islam y la cristiandad, gracias a tener una visión ecuménica de tipo esotérico. Es por eso, que parte de la herencia templaria hay que buscarla en la masonería, la institución occidental actual heredera del esoterismo tradicional occidental. Por supuesto, la masonería no es la continuadora de la orden del Temple en un sentido jurídico e histórico, pero sí que en ella se ha guardado lo poco que ha sobrevivido del esoterismo medieval, que tuvo en la orden del temple un lugar privilegiado.


Pero la experiencia central de la espiritualidad templaria no fue la experiencia esotérica, sino la experiencia monástica cisterciense, una experiencia mística centrada en el Amor y con un fuerte contenido de compromiso político y social. Una experiencia más allá de la religión institucional, pero no contraria a ésta, sino deseosa de su transformación y renovación. La experiencia que Císter trató de transmitir no era sólo una experiencia interna y espiritual sino una experiencia integral, que abarcaba a los ámbitos sociales y políticos, promoviendo una sociedad más fraterna, más democrática y solidaria, en la medida que las circunstancias de la época lo permitían.


Estos movimientos reformadores católicos fueron aniquilados progresivamente a medida que Roma se fue imponiendo sobre la sociedad y a medida que los poderes nacionales se fueron absolutizando, marcando la desaparición del Temple en el siglo XIV, el final de ese intento de reforma de la Iglesia y la sociedad, y la consolidación progresiva de una Iglesia autoritaria y unos poderes seculares alejados de los ideales espirituales y humanistas.


La orden del Temple desapareció, no hay instituciones actuales que sean herederas históricas del Temple. Las únicas instituciones que conservan de forma fragmentaria y separada elementos de lo que dio origen y convivió en el temple, son las órdenes monásticas cistercienses y la masonería. Sin embargo, ambas instituciones en gran medida desconocen lo que fue el Temple o tienen visiones parciales del mismo.


Si hoy existiera la orden del Temple y quisiera ser fiel a la misión que tuvo en su origen, tendría que representar un catolicismo renovador, ecuménico, laico y acogedor de la masonería, como el Temple histórico acogió el ecumenismo esotérico de su época. Hoy su misión sería ayudar a renovar la Iglesia y la sociedad, trabajando en una dirección progresista, apoyando la laicidad como ámbito común donde todos podemos convivir, con una visión ecuménica e interreligiosa que le haría promover el ir más allá de las religiones hacia la mística como meta a la que las instituciones religiosas deben estar subordinadas.


Los grupos diversos que se interesan por el Temple hoy deberían intentar centrarse en conocer la espiritualidad cisterciense y lo que representó la revolución cisterciense, además de intentar reconciliarse con la masonería, apoyando un proyecto laico y progresista de sociedad, como el Temple combatió el autoritarismo eclesial o secular en la época en que vivió, para poder considerarse herederos espirituales del proyecto cisterciense-templario.


Y la vigencia de esta orientación es hoy tan urgente como lo fue en la Edad Media.


Por eso, resulta desalentador el carácter marcadamente tradicionalista de muchos de los grupos más serios vinculados a la memoria del Temple.


Es necesario un movimiento de amigos del Temple de orientación progresista, místico y laico, que trabaje por renovar la Iglesia y la sociedad. Y es que el Temple sólo volverá a ser acogido cuando la Iglesia deje de estar en una posición involucionista, cerrada y cercana al fundamentalismo. Ayudar a que esto ocurra lo antes posible debería ser una de las prioridades de los grupos de amigos del Temple hoy.

domingo, 17 de mayo de 2009

Císter y la mediación cultural del monaquismo, por Armand Veilleux



[Conferencia pronunciada en Dijon el 15 de octubre de 1998 en el marco de un congreso sobre "El lugar del monaquismo, especialmente el monacato cisterciense en la construcción de Europa, ayer, hoy y mañana".]

Introducción general

Muchas reformas monásticas, portadoras todas del mismo hálito espiritual, aparecen en los últimos años del siglo XI. Una de ellas, Císter, después de un comienzo humilde y lento, conoce de golpe un desarrollo extraordinario durante casi un siglo, pero pierde en gran medida ese hálito tras este breve período de crecimiento inusitado, si bien la Orden continuará creciendo y se extenderá por toda la cristiandad. Cómo explicar este éxito extraordinario y al mismo tiempo la brevedad relativa de su verdadera edad de oro?

Numerosos estudios hechos en el curso del último medio siglo y bastantes contribuciones ofrecidas durante este año del noveno centenario, han subrayado la relación de Císter con todos los movimientos espirituales de los siglos XI y XII. El presente congreso, que pretende estudiar el papel de los monjes en la construcción de Europa, nos invita a ir más lejos., Evidentemente, sería fácil enumerar las maravillosas contribuciones de los Cistercienses a la construcción de Europa, bien a nivel espiritual, bien a nivel cultural, ya se trate de arquitectura, de desarrollo agrícola, o incluso de instituciones sociales y políticas. Pero se corre siempre el riesgo de escribir la historia del monacato visto por los monjes a partir de las fuentes monásticas, y se cae fácilmente en la trampa de la autosatisfacción y de la complacencia. Yo no tengo intención de añadir mi propio grano de incienso en esta liturgia.

Quisiera adoptar una actitud ligeramente diferente y esforzarme por ver simplemente cómo Císter se sitúa en la sociedad de su tiempo, a todos los niveles: económico y político así como en el religioso y teológico, intentando comprender de qué manera esta reforma ha sido influenciada por las diversas corrientes de su tiempo - positiva o negativamente - y ha influido en ellas a su vez, quizá no sin dejarse retocar por algunas de ellas.

El estudio que sigo, desde hace muchos años, sobre las relaciones entre monacato y cultura, me ha convencido de que todo nacimiento de una forma nueva de vida monástica o toda reforma importante del monaquismo, se sitúa históricamente en un momento de profunda mutación cultural y social y se produce cuando algunos individuos están particularmente atentos a las aspiraciones de las mujeres y de los hombres de su tiempo y dan a esas aspiraciones una respuesta comprensible y accesible a sus contemporáneos. Y no es raro que un acontecimiento que parece no tener ninguna relación con el monacato afecte profundamente toda la evolución ulterior de este.

Más aún, se encuentran constantes en todas las fundaciones o reformas monásticas de todas las edades. Por esta razón, no basta situar la fundación de Císter en su contexto histórico inmediato. Es preciso situarla en el contexto más general de todas las reformas monásticas anteriores - que, por lo demás, se engendran una a otra, aunque a veces a algunos siglos de distancia.

Para comprender el caso completamente especial de Císter, me permitireis hacer un paréntesis - paréntesis que yo no quisiera demasiado largo, pero del que no puedo prescindir. Este paréntesis consistirá en un vistazo de conjunto sobre la dinámica de las reformas monásticas anteriores. Se tratará, evidentemente, de una ojeada rápida allí donde sea preciso intentar percibir precisamente una dinámica y no un buscar matices. Císter no se comprende sin Cluny, Cluny no se comprende sin Benito de Aniano, y el monacato benedictino no se comprende sin una referencia al monaquismo oriental. Pero hasta dónde es preciso remontarse?

Evidentemente, no tenemos tiempo de hablar del monacato oriental que, sin embargo, tiene una influencia grande sobre el de Occidente. Permitidme, de todos modos, detenerme un instante en el de Egipto. Por qué? Porque en el orden socio-político y económico, se dará en Egipto, en la época de Antonio, algo considerablemente semejante a lo que ocurrirá en Europa en la época de Císter. Lo veremos rápidamente, si teneis la paciencia de seguirme.

Mientras Egipto, durante el período ptolemaico, era administrado directamente desde Alejandría por el Emperador a través de un prefecto, una primera reforma de Septimio Severo, al comienzo del siglo tercero, estableció una administración local en una treintena de metrópolis, que serán más tarde sedes de las diócesis eclesiásticas, después de la Paz Constantiniana.

El sentido nacional y el sentido de la unidad del país encontrado a través de esta reforma permitirán a Atanasio, arzobispo de Alejandría, ejercer su autoridad sobre todo Egipto. Atanasio, acosado sin tregua por los Arrianos tiene necesidad de ayuda. Ve en las multitudes de monjes una fuerza espiritual viva para la Iglesia, pero también una fuerza política para soportar al arzobispo. Escribe la vida de Antonio para dar una enseñanza espiritual a los monjes, pero también, al mismo tiempo, para acreditarlos ante el resto de los obispos.

En este mismo momento, una inteligentísima reforma agraria realizada por Diocleciano permite por primera vez a los campesinos poseer las parcelas de tierra en las que viven, pero ellos las venden a menudo para emigrar hacia las nuevas metrópolis, lo que provoca la formación de grandes propiedades, que asimismo permiten el establecimiento de las grandes comunidades pacomianas, cuya existencia hubiera sido imposible sin esta reforma agraria. Por lo demás, el desarrollo agrícola de las comunidades pacomianas y su comercio con los pueblos que se van formando, conducen a un enriquecimiento progresivo que desembocará en un período de relajación, seguido inmediatamente por un período de crecimiento numérico fulgurante. Experiencia que se repetirá más de una vez en la historia...

Cuando comienza Europa

Puesto que hemos de llegar a Císter, pasamos de golpe a Occidente. El movimiento histórico que condujo a Europa cabría decir que comienza con los principios del desmantelamiento del Imperio Romano de Occidente y, por tanto, con las primeras invasiones bárbaras.

En el 398 Teodosio dividió el Imperio entre sus hijos: Arcadio recibió el Oriente y Honorio el Occidente. Poco después, entre el 405 y el 419, las invasiones de los bárbaros comienzan a crear divisiones geográficas y sociopolíticas en el Imperio occidental. Los romanos abandonan pronto la Bretaña, los bárbaros cruzan el Rhin y toman Roma, y en el 429, justo antes de su muerte, Agustín puede ver a los Vándalos ante los muros de Hipona. Valentiniano III (425-455) cede definitivamente el Occidente a los bárbaros. Y, en el 476, termina la serie de emperadores romanos de Occidente. Las repetidas invasiones marcan profundamente la vida eclesial y, en consecuencia, la vida monástica que existía en Occidente, como en Oriente, desde las primeras generaciones cristianas.

Veinte años más tarde Clodoveo recibe el bautismo, y cuando muere en el 511, su alabanza fúnebre lo celebra como fundador de muchos monasterios. La vida monástica, pues, ha sobrevivido, pero un gran cambio se ha producido en los monasterios. Al final del siglo IV y a comienzos del V, los monasterios en Occidente estaban habitados por hombres formados en la antigua cultura romana. Paulatinamente serán habitados por miembros de las nuevas naciones. Son hombres rudos, con poca cultura humana, pocas o ninguna letras y a menudo con un simple barniz de evangelización, pues con el bautismo de Clodoveo ha comenzado una forma completamente nueva de evangelización: los bautismos en masa.

Un Rey ostrogodo, un poco como el Emperador Diocleciano en Egipto, tendrá indirectamente, sin quererlo y sin saberlo, una influencia sobre todo el monaquismo occidental que seguirá. Cómo? Veamoslo.

Teodorico, rey de los ostrogodos, toma el poder de Roma en el 493. En su juventud había vivido diez años en Constantinopla como rehén. Personaje ambicioso e inteligente a la vez, fundamentó su reino sobre la integración de elementos bárbaros y elementos romanos. Confió la defensa del territorio al elemento godo y la administración al elemento romano. Supo rodearse de colaboradores de gran calidad como Casiodoro y Boecio. Se preocupó por dotar a su reino de leyes precisas y claras y, paralelamente, se asiste entonces en el seno de la Iglesia al renacimiento gelasiano que a su vez se preocupó de elaborar una legislación canónica cuyas características eran la universalidad, la autenticidad y la romanidad. Así, durante un período de barbarie, Roma es todavía por un cierto tiempo un centro de estudio al que se acude de toda Italia, de África, de la Galia para estudiar.

Es en este contexto de renovación eclesial y social muy breve, en esta pequeña ventana abierta sobre la civilización, en el que un autor desconocido escribe la Regla del Maestro. Y entre los estudiantes enviados por sus padres a Roma para formarse se encuentra un joven de Nursia llamado Benito. Cuando Benito huye a la soledad, el renacimiento gelasiano ha puesto a su disposición las traducciones latinas de las Reglas de Pacomio, Basilio y Agustín, además de la experiencia de la vida monástica provenzal.

La aparición de Benito y de su Regla se debe, pues, a una pequeña apertura de luz en un período de barbarie, fruto del buen sentido de un bárbaro cultivado, Teodorico. Benito, por su parte, es inútil decirlo, tendrá una influencia enorme no solo en el monaquismo sino en toda la sociedad occidental, hasta el punto de ser declarado patrono de Europa. Después de Benito se reanudan las invasiones y los monasterios que ha fundado desaparecen. Montecasino es destruido por los Longobardos hacia el 577. Benito no ha tenido sucesor.

En realidad, lo que se llama monacato benedictino procede de Gregorio Magno que, un siglo después, inmortalizó a Benito en sus Diálogos. Y no solo esto. Gregorio, además, realizó un gesto capital al enviar monjes para la evangelización de Inglaterra. Pero se trataba en realidad de evangelizar o más bien de romanizar?

En efecto, es verdad que la antigua cristiandad latina del norte de la gran Isla británica había desaparecido prácticamente desde que los romanos abandonaron la Bretaña cuando las primeras invasiones bárbaras. Pero existía en el sur una iglesia muy viva de origen celta, con su propio sistema jerárquico, su monacato indígena ligado al más antiguo monacato oriental, su propia liturgia -en definitiva una iglesia muy diferene de la que existía en el continente. Esta situación no gustaba a Gregorio, romano hasta las uñas y preocupado por romanizar todo el Occidente. Gregorio, pues, envió allí a Agustín. Y, paradójicamente, cuando Agustín dejó el monasterio del Celio en Roma, en el 596, para ir a Inglaterra, hizo la ruta inversa de la de Columbano, que había venido al continente seis años antes, en el 590.

Se iniciaba así un larguísimo período de colaboraciòn del monacato benedictino con los Pontífices romanos o, al menos, de su implicación en los proyectos de reforma política y espiritual, bien de los Papas o bien e los Emperadores. "Pasó una tarde, pasó una mañana"... y una nueva era de invasiones y de barbarie comenzó. Vino después la gran reforma carolingia, en verdad una de las más grandes reformas de la sociedad y de la Iglesia en Occidente. En todo caso, fue en ella donde la Iglesia y el Estado estuvieron más íntimamente ligados, hasta el punto de llegar a veces a una total confusión.

La reforma de la Iglesia y del monacato, a la que Carlomagno se entregó con ardor después de su coronación como Emperador por el Papa en el año 800, formaba parte, en su espíritu, de un gran proyecto de expansión militar y política iniciado en el 771. Su sueño era restaurar el Imperio de Constantino.

Si esta reforma tuvo un profundo carácter espiritual, a pesar de que procedía de lo alto y no de una necesidad sentida en la base, fue porque estuvo a cargo de un gran espiritual, Benito de Aniano. A él se debió un cierto lazo entre los monasterios, que anunciaba las grandes Órdenes del futuro. En adelante, prácticamente todos los monasterios fueron del mismo tipo: grandes, poderosos, ricos, con una liturgia muy elaborada, poco trabajo, viviendo de limosnas y de donaciones; un barniz intelectual para la mayor parte de los monjes, aunque algunos estuvieran mejor formados intelectualmente.

Esta reforma monástica no carecía de grandeza, pero estaba demasiado vinculada al poder que la había impuesto. El fervor disminuyó mucho tras la muerte de Benito de Aniano, que había sido su alma y no sobrevivió al Imperio Carolingio que se disgregó pronto. Nuevas oleadas de bárbaros cayeron entonces sobre Europa: los Vikingos que venían del Norte, los Sarracenos procentes del Sur y los Magiares del Este. Un nuevo período oscuro se abatió entonces sobre el Occidente.

"Pasó una tarde, pasó una mañana..." y llegó felizmente la reforma de Cluny que retomó y remató el trabajo comenzado por Benito de Aniano.

Sobre las ruinas del Imperio Carolingio, a lo largo de los siglos IX y X, se había ido formando gradualmente la primera edad de la sociedad feudal en la que Iglesia y Estado continuaban estando peligrosamente confundidos y en la que los monasterios eran los más constantemente perjudicados: con frecuencia eran desposeidos de sus bienes por los Señores Feudales que, además, les imponían los abades.

Cluny fue el fruto del encuentro entre dos hombres: Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania y Conde de Mâcon, que quería fundar un monasterio en sus tierras, y del noble Bernón que había fundado él mismo en sus propias tierras el monasterio de Gigny antes de hacerse monje en Saint Matín d'Autun y de restaurar la celda de Baume, con la ayuda de Rodolfo de Borgoña Los dos, Guillermo y Bernón, estaban convencidos de que una de las principales razons del triste estado en que se encontraban la Iglesia y el monacato, era su incapacidad para defenderse del poder laico. Es por esto que, desde el principio, la abadía tuvo su libertad. Fue una abadía libre, con plena libertad para elegir sus abades (aun cuando, de hecho, los tres primeros abades designaron cada uno su sucesor antes de morir).

Cluny quiso ser desde sus comienzos un monasterio consagrado a la oración y al trabajo, así como a la observancia de la vida común y a una ascesis moderada. Pero esta fundación fue concebida desde el principio dentro de un proyecto de Iglesia y de la sociedad - un eslabón importante de una sociedad en la que se eliminará gradualmente la confusión de lo temporal con lo espiritual.

A causa de su sensibilidad a estas aspiraciones, Cluny des- arrolló una espiritualidad que ha contribuido en gran manera a la espiritualidad propia del siglo XI: espiritualidad afectiva, sentido de la búsqueda de Dios, fuerte conciencia eclesial y un sentido dinámico de la historia de la salvación, y de su dimensión escatológica.

Pero la misma Orden de Cluny se convirtió en un engranaje importante de la sociedad feudal. Abadía fervorosa, Cluny recibió muchas donaciones de los grandes terratenientes. Estas donaciones comportaban, en general, derechos de jurisdición sobre piscifactorías, molinos, hornos, rebaños y mano de obra servil.

Así, Cluny llegó a ser una de las grandes realizaciones de la economía patrimonial... pero estaban ya en actividad otras fuerzas que iban a reemplazar gradualmente esta economía patrimonial por una economía monetaria, y esto significó una crisis conómica para Cluny. Pero esto nos conduce ya a otra época: la de Císter.

Hacia Císter...

Tras una breve renovatio imperii bajo la égida de los Otones, tuvo lugar otra reforma de la Iglesia, conocida con el nombre de reforma gregoriana, si bien había comenzado mucho antes de Gregorio VII (1073-1085) y continuó despues de su muerte. Fue suscitada por una profunda oleada de movimientos de vida cristiana que bambolearon a todo el pueblo de Dios. El pueblo cristiano, tanto laicos como clérigos, estaba sediento de espiritualidad. El movimiento alcanza también a todas las formas de vida religiosa: monjes, canónigos y ermitaños. Interesa a hombres y mujeres, solteros y casados, clérigos y laicos. La renovación de la vida cristiana no es ya privilegio de algunos aristócratas iluminados, brota de las masas.

En la primera mitad del siglo XI, reformadores como Romualdo en la Camáldula o Juan Gualberto en Vallumbrosa, habían hecho de la penitencia y de la pobreza el objetivo de su acción y el corazón de su reforma. Este ideal de pobreza y de penitencia alcanza ahora a todo el pueblo de Dios. La Primera Cruzada, que está en curso en el momento de la fundación de Císter, se manifiesta además como una peregrinatio pauperum hacia la Ciudad Santa, un movimiento de purificación individual y colectiva, promovido por el Papa Urbano II y por Pedro el Ermitaño. El camino de Compostela está también lleno de penitentes convertidos por la predicación de los ermitaños; y multitudes de penitentes siguen los pasos de predicadores itinerantes de todo género.

A menudo, estos movimientos un poco salvajes trastornaron el esquema del monacato tradicional fijado al principio del siglo X por Abbón de Fleury (+1004) o por Adalberón de Laón (+1030). Los clérigos, los canónigos y los monjes pueden discutir largo cual de sus órdenes está en cabeza de la escala; los laicos comienzan ya a afirmar: non ordo, sed modus vivendi. En las multitudes que siguen a los predicadores itinerantes se encuentra de todo: desde antiguas prostitutas a santos ermitaños, gentes del pueblo junto a nobles.

Al mismo tiempo, tanto en los monasterios como fuera de ellos, se manifiesta un nuevo interés por los Padres de la Iglesia. Se lee a Agustín, Jerónimo, Ambrosio, Hilario, Boecio, Casiodoro... En los monasterios se lee también a Beda, Rábano Mauro, Alcuino y autores más recientes como Pedro Damiano, Yves de Chartres y Anselmo de Canterbury. Pero, sobre todo, se lee a Casiano, y sus Conferencias tuvieron ciertamente una influencia grande en el renacimiento eremítico del siglo XI. Y no debemos olvidar a Orígenes, cada vez más leido desde el siglo IX, si bien bajo otro nombre.

Estamos en un siglo de gran creatividad intelectual. No se contenta con leer y copiar a los Padres. En el terreno de la espiritualidad crece la necesidad de una relación personal con Cristo. Se quiere imitar a Cristo, un Cristo humano, sumiso al Padre, humilde y compasivo para con sus hermanos, hasta el punto de aceptar el sufrimiento y la muerte en la cruz. La piedad es en adelante más afectiva que especulativa. Paralelamente se desarrolla la devocción a la Virgen María.

Se constata también en el pueblo una sed de contemplación. Los autores medievales utilizan a menudo la palabra griega theoría, familiar a Casiano. En relación con esta contemplación de las cosas divinas, todas las cosas del mundo exterior parecen simples objetos de distracción.

Este movimiento espiritual era, al mismo tiempo, un fenómeno social. Porque el aspecto quizá más novedoso era que los iletrados y los pobres, que no habían tenido mucho espacio hasta entonces en la Iglesia y en la sociedad feudal comenzaban a hacer oir su voz. Pero era también el tiempo de grandes espíritus como Pedro Damiano, Lanfranco, Anselmo y poco después Bruno, Bernardo, Graciano y otros muchos. Y la maravilla era que pequeños y grandes, humildes y célebres repetían el mismo mensaje, aunque con estilos diferentes. Las mismas aspiraciones latían en el corazón de todos.

El resultado de esta hambre y de esta búsqueda de Dios casi universal en Europa Occidental, nutrida por la predicación de predicadores itinerantes, llamados los Pauperis Christi, era el desarrollo gradual de una comprehensión común de la situación eclesial. Un cierto consenso implícito se desarrolla en las poblaciones en general, respecto a lo que se esperaba del ordo monasticus. El éxito de las grandes reformas de finales del siglo XI se explica, en primer lugar, por el hecho de que respondían a las aspiraciones de todo el pueblo cristiano (contrariamente, por ejemplo, a la reforma carolingia que había sido impuesta desde arriba).

El Císter primitivo

El primer Císter, tal como se nos describe n los escritos que se ha convenido en llamar "Documentos Primitivos", hunde sus raíces en todo este gran movimiento espiritual del que es una bellísima expresión, así como Molesmes, del que ha brotado.

Los ermitaños reunidos en Colán y a los que se juntó Roberto no eran ermitaños en sentido estricto. Aspiraban simplemente a un estilo de vida más solitario, más simple que el que les ofrecía el cenobitismo contemporáneo. Se habían reunido en Colán animados por las mismas aspiraciones y el mismo ideal. Y cuando se dieron un abad en la persona de Roberto, se convirtieron en comunidad cenobítica: Molesmes había sido fundado.

Dos cosas ocurrieron entonces. La primera fue que Molesmes, debido a su espíritu nuevo, creció mucho y rápidamente, pero lo hizo en el contexto del sistema monástico existente y fue muy pronto absorbido por este. Porque era una abadía fervorosa fue muy apreciada y recibió muchos candidatos, así como numerosos benefactores y generosas donacines. Se convirtió pronto en una abadía grande y próspera, más o menos en el mismo estilo que cualquier otra abadía cluniacense. Y no era eso lo que Roberto y sus compañeros habían pretendido. Ni siquiera era lo que respondía a la corriente espiritual de la que habían salido.

La otra cosa que marca la diferencia es que Roberto fue un abad de primera clase. Esto significa que sabía comunicar un ideal a sus discípulos, que podía de manera libre dejar a toda la comunidad o, al menos, parte de ella mantener vivas las aspiraciones originales y realizarlas de formas diversas, con o sin él.

Así, cuando muchos grupos hubieron dejado Molesmes para diversos proyectos, comprendida la fundación de Aulps en 1097, contaba todavía con un pequeño grupo de monjes que compartían la misma visión y el mismo deseo - una visión y un deseo que tenían en comun con su abad. Y llegó el día en que estos partieron y, como dice el texto del Exordium Parvum, "partieron con su abad".

Esta breve expresión está cargada de sentido. La fundación de Císter refleja bien, en efecto, toda la mentalidad nueva que veía como modelo la primera comunidad de Jerusalén. No se trata ya del proyecto de un fundador que reúne discípulos en torno a sí, como había sido el caso de todas las fundaciones anteriores e incluso contemporáneas. Se trata de una comunidad (ecclesia) que decide, de acuerdo con su abad, hacer una fundación.

Es significativo que el Exordium Parvum comience con un "Nosotros" (Nos cisterciensis, primi huius eclesiae fundatores). Tienen conciencia de ser "ecclesia"; y el Pequeño Exordio parece poner especial cuidado en dejar bien claro que todas sus decisiones se toman colectiva y unánimemente. Es así como ellos eligen su propio abad tras la partida de Roberto y como elegirán sus abades en el futuro, mientras en Cluny, cada uno de los tres primeros abades había nombrado su sucesor antes de morir.

La partida de Molesmes hacia Císter se inscribe, pues, netamente, en ese movimiento de gran frescor espiritual, lleno de libertad respecto a los esquemas tradicionales y un poco iconoclasta. Císter fue fundado por hombres maduros que vivían la vida monástica desde hacía mucho tiempo, - Roberto tenía entonces setenta años -, que procedían de una tradición monástica en la que se entraba generalmente muy joven, y que no eran demasiado sensibles a los "ordines" de la Iglesia y de la sociedad.

Si ese gran movimiento espiritual - la renovación del eremitismo, la aspiración a la pobreza, el sueño de vivir de nuevo como la primitiva comunidad de Jerusalén, y la mezcla libre de todas las clases sociales sobre los mismos caminos y en las mismas soledades - había caracterizado los comienzos de la reforma gregoriana y le había dado un cierto frescor, ese movimiento iba contra otro aspecto de esta misma reforma, casi obsesionada por la noción de clase.

La sociedad civil se enconraba entonces en plena transformación. Pasaba de la primera a la segunda edad del feudalismo. Una burguesía nueva se ha instalado. La caballería va adquiriendo cada vez más importancia. Cada cual es muy sensible a la clase de la sociedad en que ha nacido. Se nace orator, bellator, laborator... Esto esta previsto en los planes de Dios, y querer cambiar de clase antes del juicio final es ir conra la voluntad divina.

En la Iglesia, que acaba justamente de liberarse del poder del Emperador y de reafirmar su autoridad suprema sobre toda la sociedad, las clases también son muy importantes. No puede haber más que una autoridad a la cabeza del pueblo: ayer el Emperador, hoy el Papa. Todo, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, está bajo la autoridad del Pastor supremo, el cual puede utilizarlo en su plan de reforma que, siendo espiritual, no puede evitar ser, al mismo tiempo, política.

Císter y el sistema gregoriano

El segundo Cister, el de los reclutados después del 1111, que ya no era el Cister de los viejos ascetas venidos de Molesmes, sino el de los jóvenes caballeros, entra fácilmente en este sistema. Estos jóvenes proceden todos de la nobleza y, contrariamente al sistema de Cluny, donde a menudo se continuaba entrando como pequeños oblatos, ellos llegaban como adultos. Sabedores del rango que ocupan en la sociedad, eran conscientes de que este rango no podía ser cambiado durante toda su vida. Bernardo lo dice a los canónigos de Colonia al explicarles que en el momento de la resurrección, los hombres resucitarán cada uno según su clase... los caballeros primero, después los campesinos, después los comerciantes... Y en lo que respecta a la Iglesia, los cistercienses, siguiendo a Bernardo, retoman el ternario que había usado Agustín para clasificar las tareas y los ministerios, es decir, de las tres clases: prelados, coninentes y cónyuges.

Era completamente normal para esta generación entrar en la lógica de la reforma cisterciense. Era normal para el Papa llamar a un Bernardo, vista su santidad y sus cualidades excepcionales, a trabajar en sus proyectos de sociedad cristiana y enviarlo a predicar la Cruzada, la Segunda Cruzada, que no es ya como la primera un gran movimiento espontáneo del pueblo, sino un elemento en un proyecto de sociedad. Será nomal en el mismo contexto, que muchos abades sean llamados a ser obispos - lo que Bernardo tendrá la sabiduría de rehusar. Será también normal para Bernardo y otros menos valiosos que él intervenir en los conflictos eclesiales, teológicos y políticos, vista la categoría que detentan en tanto que monjes y en tanto que abades.
Esta sensibilidad a las clases, tan central en la reforma gregoriana, tuvo muy pronto su expresión en la vida de los cistercienses: la institución de los hermanos conversos. Esto explica la actitud tan creativa como ambigua de los cistercienses frente a este problema.

En los monasterios tradicionales cluniacenses, gran parte de los monjes llegaban al monasterio de niños o muy jóvenes. Cuando alguno se convirtía a la vida monástica como adulto era monachus conversus.Las comunidades de tradicion cluniacense comportaban a menudo un grupo de conversi que en muchos casos eran miembros de la familia monástica y que eran introducidos gradualmente en la comunidad.

En Císter, la situación es diferente. Los conversos forman una comunidad distinta. El Císter primitivo había decidido renunciar a los diezmos y a las rentas para explotar directamente sus tierras. Pero esto creaba problemas. Existía, sin duda, la dificultad para conciliar la observancia integral de la Regla con los trabajos en tierras demasiado lejanas algunas veces. Pero había más: para la generación de jóvenes caballeros, dedicarse al trabajo agrícola, en el tiempo de los grandes trabajos, es decir, de la recolección, era concebido como ejercicio de ascesis y de humildad, por no ser el trabajo que convenía normalmente a caballeros y a los de su clase. El trabajo manual es propio de los campesinos. Para los conversos, venidos de la clase de los campesinos, es el trabajo normal.

Aceptando conversos en el seno de la comunidad, los Cistercienses dan pruebas de su creatividad, pues en una época en que el monacato había llegado a ser clerical (todos los monjes eran clérigos aunque no todos eran sacerdotes) han devuelto así a los legos la posibilidad de vivir la vida monástica. Por lo demás, entre los conversos y el resto de la comunidad había más que una simple distinción de funciones. En realidad había dos comunidades en una comunidad, y entre ellas había hasta una separación material. Sin duda, algunas veces, nobles se han hecho conversos, pero esto se menciona en las crónicas precisamente por ser considerado como un acto excepcional de humildad. Y si esto se hubiera dado demasiado a menudo, el orden natural de la sociedad habría sido trastornado. Y por esto el Capítulo General de 1188 lo había prohibido.

Ya podemos ver como, incluso a nivel de la vida eclesial, el Císter de la primera generación hundía sus raíces en una corriente de la reforma gregoriana, la corriente más carismática. El Císter de la segunda generación, y más aún el de las generaciones posteriores, se deja recuperar rápidamente por la corriente más institucional de la reforma gregoriana.

Pero qué decir de las corrientes que trastornaron entonces la sociedad civil?

Transformaciones socio-políticas de la sociedad

El siglo que vio nacer a Císter, es decir, el período de 1050 a 1150, es un siglo de profundas transformaciones sociales. Primeramente, es un tiempo de gran crecimiento demográfico. Aunque es difícil determinar cuáles son las causas y cuáles los efectos, este crecimiento demográfico iba acompañado de un cambio en la agricultura, de la deforestación de grandes partes de Europa, del aumento de las tierras de cultivo, de nuevas formas más eficaces de cultivo agrícola, de las migraciones de la población y de una urbanización creciente. Esto tiene como consecuencia cambios en las relaciones entre las clases sociales. Se desarrolla un comercio creciente entre el campo y la ciudad y se hace más frecuente el uso de la moneda.

Va tomando forma la segunda edad feudal, con la gran importancia que en ella adquiere la caballería. Y además los propietarios de tierras de esta época, excepto los más grandes, procuran sus ingresos menos en las rentas que en la explotación directa de sus tierras. La mayor parte de sus ingresos viene de su dominio, es decir, de la tierra que cultivan sus propios siervos y no de los derechos que perciben de las tierras que trabajan los arrendatarios.

La opción económica de Císter (una trampa?)

La economía de los monasterios tradicionales se basaba sobre las donaciones de terrenos con todos los derechos ligados a ellas. Los cistercienses se sitúan al margen del sistema de producción señorial. Rehúsan vivir de rentas, del trabajo de los otros. Ellos no poseen más que la tierra - ni dependientes personales, ni arrendatarios, ni molinos, ni diezmos - y la cultivarán ellos mismos. Más radicalmente que las reformas anteriores, basan la economía de su casa sobre la explotación directa, lo que es también la tendencia de los propietarios laicos en esta época.

Evidentemente, esto implica una nueva relación con el trabajo y, sobre todo, una nueva concepción del equilibrio entre oración litúrgica y trabajo manual. Y, además, los reclutas que venían en su mayor parte de la nobleza, no tenían en absoluto costumbre de este género de trabajo reservado a los campesinos.

Por fortuna, como hemos visto, tenían los hermanos conversos, a los que no reconocen como monjes - pues pertenecen a otra clase de la sociedad - pero a quienes, sin embargo, consideran hermanos, hasta poder decir honestamente que explotan ellos mismos sus tierras. Y entre estos conversos no solo hay personas toscas y sin instrucción, sino que hay también personas muy expertas en la explotación de las tierras y en los asuntos legales. Y la compra de numerosas parcelas de tierra para reconstituir grandes explotaciones agrícolas necesitará toda esta competencia.

Había una trampa en esta opción de los cistercienses de administrar su propiedad: en el espacio de una o dos generaciones su pobreza engendrará una gran riqueza.

Para mantener a los numerosos reclutas monásticos que no cesan de afluir y a los numerosos conversos que se les suman, hacen falta grandes extensiones de terreno. Estas son necesarias por la rotación trienal de los cultivos y para la cría de ganado a la que pronto se dedicarán los cistercienses. Estos espacios crecen por la deforestación de tierras nuevas y también por la compra de tierras ya cultivadas, cuyos pobladores eran a menudo desplazados para reconstituir el desierto en torno a la comunidad monástica.

Era la época en que las transaciones patrimoniales habían llegado a una especie de punto muerto: los señores repartían las propiedades entre sus hijos, que a su vez los repartían entre los suyos. Los derechos de vasallaje hacían que a menudo muchas personas, a títulos diversos, tuvieran derechos sobre la misma parcela de tierra. La actividad de los Cistercienses se inserta en un movimiento ya comenzado de compra de parcelas para reconstituir grandes propiedades. Más que nadie, ellos fueron eficaces en este terreno. Sus "granjas", esos centros satélites de sus abadías, se multiplicaron.

Las relaciones establecidas de esta manera entre la tierra y las fuerzas productivas, el empleo de una mano de obra entusiasta, completamente doméstica, que costaba poco, visto que la comunidad vivía en el ascetismo ayudada sólo de vez en cuando por algunos asalariados desde que el Capítulo General del 1134 autorizó a contratarlos, han preparado un considerable éxito económico.

Las abadías de Císter se habían establecido, en efecto , en terrenos nuevos, es decir, fecundos. Cosecharon rápidamente más grano y vino de lo que necesitaban para vivir.La parte de sus terrenos que no desmontaron la dedicaron a la cría de ganado y a la explotación de madera y de hierro. La comunidad no comía carne, no tenía calefacción, usaba poco cuero y poca lana. Pero las ciudades que se desarrollaron rápidamente constituían un mercado cada vez mayor. Había, pues, muchos productos para vender y clientes siempre deseosos de comprar. No será necesario esperar el fin del siglo antes de que los monjes, por lo menos en algunos lugares, controlaran algunos mercados. El control del mercado de la lana en Inglaterra está bien documentado.

Sólo un ejemplo: los monjes de Longpont comenzaron el cultivo de la viña en 1145, trece años después de la fundación de su abadía; dos años más tarde solicitaban ser eximidos del peaje sobre los caminos hacia los paises importadores de vino; establecieron una cillerería en la ciudad de Noyon: cuidaron todo lo que podía facilitar la venta de sus vinos.

Qué han hecho de su dinero? Lo necesitaban para la construcción de nuevos monasterios que, reflejando todos el mismo espíritu de gran simplicidad y de ascesis alegre, son quizás la herencia espiritual más tangible que han legado las primeras generaciones de Císter a las poblaciones europeas. El pueblo bajo, que no leía los escritos de Bernardo, Guillermo y Elredo,seguirá viviendo durante generaciones e incluso siglos junto a estas obras maestras que encarnaron el impulso espiritual del primer Císter. El dinero sirvió también para la compra de más terrenos.

Los documentos procedentes de los archivos monásticos ponen en evidencia dos actitudes económicas principales. En primer lugar, el arraigo profundo de la economía doméstica en la explotación directa del terreno. En segundo lugar, y esto parece caracterizar bien el siglo XII, la costumbre de comprar, de vender, de prestar, de endeudarse a veces, la inserción más o menos rápida, más o menos profunda de una economía basada en la tierra, en el movimiento del dinero, un movimiento que se hace suficientemente vivo para perturbar notablemente los circuitos tradicionales de cambio de bienes y de servicios.

Más que gritar escándalo!, hay que examinar qué pasa aquí. Había entre la sociedad y la Orden de Císter una interacción muy compleja. De una parte, la transformación de la agricultura estaba ya en curso y había comenzado la reorganización de la propiedad de las tierras. Sin esto, las grandes comunidades autosuficientes de Císter no hubieran podido desarrollarse (se ve aquí el paralelismo con el desarrollo de las comunidades pacomianas). Císter ha aprovechado el desarrollo de las técnicas agrícolas. Los métodos de la agricultura ya habían empezado a modificarse. La rotación trienal ya había sido introducida, los arados de hierro habían reemplazado a los de madera, y la invención de los arneses con collar duro multipicaba la rentabilidad del caballo.

Císter ha aprovechado todo esto pero, a causa de la calidad de vida de sus trabajadores, a causa de una mano de obra dócil y motivada, Císter desarrolló, por su parte, estas técnicas de una manera admirable. Las explotaciones de Císter, con su sistema de granjas, se convirtieron pronto en el culmen del desarrollo agrícola. Se piensa en particular en el empleo de los recursos hidráulicos.

Císter contribuyó, pues, a la transformación rápida del mundo rural, y tuvo así un impacto considerable sobre la evolución de la sociedad y de las relaciones entre las clases. A medida que se racionalizaba la agricultura y que los monjes compraban tierras, la gente de los pueblos y de las comunidades emigraba a las ciudades que crecían al mismo ritmo. No sólo estas ciudades constituyeron un mercado cada vez mayor para el campo, incluidas las explotaciones agrícolas de los monjes, sino que las relaciones humanas se modificaron. La clase de los mercaderes se desarrolló y era cada vez más fácil pasar, por lo menos en la práctica, de un ordo a otro de la sociedad. El universo de los ordines tan bien construído y considerado de derecho divino se vino abajo. Así llegó a ser más ventajoso para los braceros marchar a la ciudad que hacerse converso, y el reclutamiento de los hermanos conversos se agotó bastante bruscamente y cesó cuando no hubo más tierras que comprar.

Císter, como tantas reformas monásticas antes de él, había aprovechado una coyuntura social excepcional, se había insertado en ella de maravilla y había contribuido en gran manera a su desarrollo, pero, por esto mismo, había sido absorbido por el sistema.

Cluny había liberado la vida monástica del dominio de los señores laicos y eclesiásticos, pero a costa de la autonomía de los monasterios individuales, y se había convertido finalmente en un engranaje muy importante del mundo feudal. De la misma manera, el nuevo orden económico en el que se había insertado Císter implicaba una catástrofe económica para Cluny.

Así Císter, que había rehusado la explotación de las clases campesinas y había elegido vivir no del trabajo de otros sino de trabajar sus propias tierras, al desembocar en un enriquecimiento colectivo, posible por la evolución social ya en curso, aceleró esta evolución hasta el punto de trastornar el orden social. Y este enriquecimiento, tan extraño al espíritu primitivo, no pasaría sin provocar, a corto o largo plazo, un problema de fervor monástico y, a renglón seguido, de decadencia.

Conclusiones

Saquemos ya algunas conclusiones. En los monasterios cistercienses de la segunda y la tercera generación no faltan, ciertamente, grandes espirituales que han escrito obras admirables. Estas obras han alimentado a generaciones de monjes y fueron sin duda leídas incluso fuera de los claustros. Muchas han llegado hasta nosotros. Las comunidades, por la calidad moral de la vida de sus monjes y de sus abades, encarnaban suficientemente las grandes lineas de la reforma gregoriana para que muchos abades fueran llamados a convertirse en obispos, no en razón de sus orígenes familiares, sino en razón de la calidad espiritual de su vida. Uno de ellos será Papa después de haber sido abad de Tre Fontane. Bernardo mismo acepta predicar la Segunda Cruzada, que ya no tiene la orientación propiamente penitencial de la primera, sino que entra en un proyecto de transformación de la sociedad que anuncia el nacimiento del régimen de cristiandad.

Por otra parte, las relaciones de la Orden con el gran movimiento espiritual y popular en el que ha nacido se hacen cada vez más débiles. Encerraban, sin embargo, el movimiento que iba a ser el alma espiritual y mística del Cristianismo durante el largo período de la Cristiandad en el que la Iglesia será el árbitro de la vida social, política y económica. Este movimiento será asumido después por las Órdenes Mendicantes y de nuevo retomado, de otra manera, por los grandes místicos cistercienses de los siglos siguientes que, sin duda, se situaron más en la linea del Císter de los Viejos Ascetas que en la de los Jóvenes Caballeros, bebiendo largamente en la prosa y en la lírica del Doctor Mellifluus.

Hacia una nueva teología

Si había un campo en el que los Cistercienses rehusaron dejarse llevar por la nueva corriente, este era el del pensamiento o más bien, el del método teológico.

Los más célebres doctores de Císter recibieron todos su formación, o por lo menos gran parte de ella, en las escuelas del tiempo, antes de entrar en el monasterio, en el momento en que estas escuelas empezaban a trasformarse. Los pensadores apelan entonces a nuevos métodos para profundizar su comprehensión de la revelación. Se dibuja una nueva concepción de la ciencia, y una nueva relacion entre la ciencia y la fe se manifesta. Se produce entonces algo verdaderamente notable en el mundo monástico.

Hasta este momento, los monjes habían tenido en la Iglesia un papel de primera importancia en la evolución de los diversos enfoques de la Escritura. Cierto que un obispo no predicaba a su pueblo de la misma manera que un abad a sus monjes; pero la interpretación de la Escritura era fundamentalmente la misma para todo el pueblo de Dios. Por esto, los monjes pudieron jugar en este terreno un papel importante como guías e inspiradores. Y esto vale también para la reflexión teológica. A lo largo de los siglos, tanto los monjes como el resto del pueblo de Dios, en su estudio de la Escritura y en su reflexión sobre los misterios de la salvación, habían sabido integrar y transformar sucesivamente toda clase de aportaciones filosóficas y culturales, desde el neoplatonismo de los Padres hasta las influencias estoicas presentes en toda la literatura ascética.

Así, cuando en el siglo XII comienza a manifestarse la manera de hacer teología que dará nacimiento a lo que se llamará la escolástica, los monjes, y no los menos ilustres, no sólo no siguieron esta evolución, sino que la combatieron. El resultado - trágico en mi opinión - fue que lo que había sido la manera común a los monjes y al pueblo cristiano de leer las Escrituras y de hacer teología, se refugió en los monasterios. Después, en nuestra época, se le ha dado el nombre de "teología monástica" y, por otra parte, se desarrolló en las Escuelas una teología separada de la experiencia espiritual. Esto fue el mayor perjuicio para ambas. La teología llamada monástica, al no ser fecundada por una inculturación continua comenzaba a estancarse luego de algunas generaciones, salvada, de vez en cuando por algunos místicos, especialmente por grandes místicos lo bastante libres para desentenderse tanto del sistema monástico como del escolástico. Por otra parte, la teología escolástica se va haciendo cada vez más árida. Cabe preguntarse legítimamente cómo habría sido la evolución de la teología cristiana sin esta desgraciada separación.

No quiero entrar en lo que será el tema de mañana. Pero el estudio del pasado no tiene sentido sin una reflexión sobre el presente y el futuro. Asistimos, en nuestros días, a un cambio histórico que, en muchos aspectos, se asemeja al del siglo XII.

Con el Vaticano II, la Iglesia, por primera vez, ha dejado oficialmente de poner mala cara al mundo moderno y se ha abierto al diálogo con él, al menos en principio. Pero en la Iglesia de hoy hay una corriente para la que el mundo moderno es un fiasco irremediable, y para la que importa reconstituir una nueva cristiandad en la que la Iglesia, de nuevo, regule todos loa aspectos de la vida humana. Otros, y yo entre ellos, creen, por el contrario, que la vocación de la Iglesia y, por tanto, la del monaquismo, es ser levadura en la masa, y trabajar con el mundo moderno en la creación de una sociedad nueva que será la del tercer milenio.

Cuando hablo del mundo moderno, no ignoro que está de moda en nuestros días hablar de postmodernidad, aunque creo se trata más de una utopía que de una realidad. Pero tales utopías se transforman, por lo general, en realidad. No es raro leer escritos espirituales o piadosos que se regocijan de la muerte de la modernidad y del advenimiento de la postmodernidad. Pero de qué postmodernidad se habla? Hay, en efecto, muchas variedades. Se pueden distinguir claramente dos orientaciones diferentes entre los profetas de la postmodernidad. Los hay que proponen una postmodernidad de tipo destructor, y los hay que proponen una de tipo integrador, La primera se opone no sólo a toda forma de dogma, sino también a toda mística. La segunda está abierta a una orientación mística.

Estas dos orientaciones evolucionarán, seguro, de manera paralela durante mucho tiempo, antes de revelar todas sus consecuencias y antes de que una prevalezca sobre la otra. Qué papel jugará el monaquismo en esta evolución? Pues, se quiera o no, consciente o inconscientemente, jugará un papel y contribuirá al desarrollo de un tipo de sociedad más que de otro. Lo que está en juego es más de lo que ha estado nunca; y por esto, menos que nunca está permitido progresar en la historia reculando.

martes, 12 de mayo de 2009

Sobre thomas Merton, un monje cisterciense ecuménico y profético.

El P. Thomas Merton es de una personalidad compleja.

En un principio el monasterio fue para él “la escuela del divino servicio”, el clima ideal donde poder realizarse en libertad, en el humus del silencio, soledad y oración. La oración enraizó tan vitalmente en lo hondo de su ser, que en adelante le fue imprescindible como el respirar. Hasta en el trajín ruidoso y nada propicio de la maraña de sus múltiples ocupaciones, siempre encontró un tiempo y una lugar para orar... Calibraba los lugares según le resultaban útiles o no para la oración.

La vida de Comunidad era el cauce por el que se deslizaba sereno su extraordinario don de gentes, su abultada capacidad de relacionarse con los demás. Y muy lentamente comenzó a morderle una secreta insatisfacción. Necesitaba, comunicar su experiencia de Dios, su fe, su oración. Sabía que el monje es un hombre solitario y solidario. Por eso entendía, que la experiencia de Dios no era un don que se le diera a él para su exclusiva fruición privada, ni siquiera sólo para su Comunidad. El horizonte se le ampliaba: los creyentes, el mundo entero. Le urgía. Era una gracia social.

La solución a su desasosiego interior llegó el día en que descubrió su vocación de escritor.

“Soy consciente de este individuo que es monje y escritor”.
(Conjeturas de un espectador culpable, 223-229).

“Esta gracia especial le unía al destello divino del Espíritu:”el ser verdadero” daba vida a su estilo como autor, confiriendo a su escritor el poder despertar el mismo anhelo espiritual en los corazones de sus lectores” (Henry Nowen).

Sus temas preferidos son la revitalización de la vida espiritual del monje, el amor a la soledad, el silencio y la oración continua, la contemplación y el lugar que ocupan los monjes en una sociedad como la nuestra tan materialista, hedonista y agnóstica, en la cual todo es relativo. Sin perder de vista la vocación de los cristianos que viven y luchan por salvaguardar su fe en un ambiente tan paganizado.

“El ministerio peculiar del monje moderno es el de mantener viva la experiencia contemplativa, dejar el camino abierto al hombre de la tecnología moderna, para que pueda recuperar la integridad de sus profundidades más interiores”.

Su primer libro fue La montaña de los siete círculos, su obra más famosa, que al pertenecer al género de “sicología religiosa”, transmite en ella, más que teorías o conceptos, reflejos de su vida interior, valores auténticos que contagian a muchos jóvenes, que se convierten a la Iglesia Católica y buscan su realización personal en la vida monástica:

“Recuerdo al P. Merton hablándonos a los estudiantes del Monasterio de que todos debíamos tender a ser teólogos, es decir, capaces de hablar de Dios y de los caminos de Dios para la humanidad, y no hacia pretensiones de estar académicamente preparados en teología”.
(Patrick Hart, monje de Gethsemani).

Sus mejores trabajos no son presentaciones sistemáticas de Verdades Divinas, sino una variedad plural de experiencias espirituales que ayuden al lector a descubrir el conocimiento amoroso de Dios.

Sus temas preferidos son la vida espiritual, la soledad, la contemplación y el lugar de los monjes, de los cristianos que viven y luchan en el mundo moderno. Y lo hace con un lenguaje sencillo y nuevo, asequible a todos los públicos: desde la propia y personal experiencia de Dios.

El era teólogo en términos patrísticos, es decir, podía hablar de Dios porque lo había experimentado. Evagrio describe al teólogo de una forma muy sucinta: “Quien verdaderamente reza es un teólogo”.

Thomas Merton no es propiamente hablando un teólogo: lo que transmite y cautiva es su propia experiencia interior, plasmada en libros como Semillas de contemplación, El signo de Jonás, Las aguas de Siloé, Pan en el desierto, Diarios 1939-1960. 1960-1968.(Patrick Hart: La vida íntima de un gran maestro espiritual).

Esta vena y fervor de escritor “en busca siempre de una intimidad contemplativa con Dios, en clave puramente privada” (Cilia), se vio repentinamente turbada cuando la obediencia le encomendó la formación de los novicios y estudiantes del monasterio. Este hecho, aparentemente intranscendente, junto con la percepción de que ciertas rutinas monásticas chocaban con sus deseos de comunión y solidaridad, le hizo descubrir y enriquecerse con la dimensión comunitaria de la vida monástica y cristiana. Y comenzó a vivir el itinerario de la soledad en comunión. Esta experiencia la tradujo en un nuevo libro significativo por su título Los hombres no son islas, en el que aparece un ensanchamiento de sus horizontes recortados, hasta llegar a descubrir y vivenciar la dimensión comunitaria de la persona y sus valores sociales.

El hombre es un ser que ha nacido para vivir en sociedad, para la comunicación, la comunión y el amor. Es la primera condición de la madurez humana.

Esto le llevó a declararse objetor de conciencia, superando la ética individualista como católico, y a criticar públicamente en un libro valiente, titulado Semillas de destrucción, la política de Estados Unidos en Vietnam, la violencia y el armamento nuclear, circunstancia que le acarreó, por parte del Abad General de su Orden, la prohibición de escribir de “política”, considerando esto ajeno a los monjes. Pero su pensamiento continuó siendo el mismo:

“En lugar de odiar a las personas que piensas que son las que hacen la guerra, odia los apetitos y el desorden en tu propio corazón, que son las causas de la guerra”.

Más tarde le daría la razón el Vaticano II cuando declaraba:

“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (G.S. 1).

Atraído por una fuerte exigencia interior a la soledad, obtuvo por fin autorización, tras insistentes peticiones, para vivir en una ermita, cerca del monasterio, del que nunca se desligó y que frecuentaba con cierta asiduidad. Allí siguió profundizando, en un clima de silencio, pobreza y oración contemplativa, en las tradiciones espirituales de su Orden y de sus principales escritores, a la vez que abrió sus horizontes espirituales a las tradiciones místicas de Oriente.

Dios había hecho de su pobreza, su morada de silencio, donde todo su ser se concentraba en adorar el secreto de su Presencia.

Al mismo tiempo que propone la línea monástica renovada y actualizada, desdibujada por el paso del tiempo y de los siglos, enseña a los cristianos a vivir la vida contemplativa en el mundo, viviendo los avatares de lo cotidiano.

“En Merton convivieron durante toda su vida tendencias e impulsos muy marcados: silencio y palabra, soledad y comunidad; memoria y profecía; trascendencia e inmanencia, crítica y esperanza, oración y servicio, la vía de la luz y la de la noche” (La respuesta del monje en tiempos de opciones cruciales”, en el Parlamento de las Religiones, Barcelona 2004: por Francisco R. de Pascual y Fernando Beltrán Llavador).

En los últimos años de su vida, repentinamente truncada, su corazón siempre en camino, se sintió urgido por una verdad que le acuciaba. Las distintas Religiones no pueden ignorarse unas a otras, ni seguir viviendo en una desconfianza mutua secular. Soñaba y buscó la unidad espiritual que en la actualidad viven las Religiones, siguiendo caminos seculares diferentes o contrapuestos.
Intentó conciliar los opuestos. Aquello fue como intentar cambiar el alma que infundía hasta ahora a las notas de su violín, por los colores, por la belleza de otros sonidos, soñando, intentando formar una gran orquesta de instrumentos diferentes y complementarios.

Para lograrlo ideó un encuentro de Religiones diversas:

“Creo que mediante la apertura al Budismo, al Hinduismo, y a esas grandes tradiciones de Asia, nos colocamos ante una maravillosa oportunidad de aprender más sobre las potencialidades de nuestras propias Tradiciones...La combinación de las técnicas naturales y la gracia, y las demás cosas que han sido manifestadas en Asia y la libertad cristiana del Evangelio, deberían llevarnos al menos a esa total y trascendental libertad que está más allá de todas las diferencias culturales y meramente externas”.
(Diario de Asia, 303-304).

Después de un encuentro profundo en la India, Tibet, con el Dalai-Lama en 1968, anotaba éste en su autobiografía la impresión que le había causado Thomas Merton.

Mucho más impactante que su apariencia externa, que en si misma era distinguida, era la vida interior que manifestaba. Podía ver que era un hombre profundamente espiritual y verdaderamente humilde. Era la primera vez que me sentí conmovido por tal sentimiento de espiritualidad de alguien que profesaba el cristianismo...fue Merton quien me introdujo, por primera vez, en el significado real de la palabra “cristiano”.

El Dalai-Lama acabó definiéndolo, como un “buda natural”.

“Y el mundo del Islam como un “simurgh, ese pájaro de alto vuelo en la mitología persa” (Francisco R. de Pascual).

Lo que impresionaba de él no era lo que decía o escribía, sino “lo que era”. Vivió siempre al aire del Espíritu, intentando secundar en su vida lo que éste le inspiraba. Su vida fue gracia correspondida.

Thomas Merton murió en Bangkok, donde se encontraba asistiendo a un Congreso ecuménico de monjes católicos y budistas.

Se acababa de cumplir en él la confesión poética de su admirado, comentado y seguido S. Juan de la Cruz:

“Volé tan alto tan alto,
que le di a la caza alcance”.




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domingo, 3 de mayo de 2009

EL CISTER Y LAS ÓRDENES MILITARES por Vicente Ángel Álvarez Palenzuela, Universidad Autónoma de Madrid.






En estricto sentido la Cruzada ha sido definida como una expedición
militar, organizada para la recuperación de los Santos Lugares,
a la que se atribuyen incentivos de carácter espiritual1,
convocada por el Pontificado y presidida por un legado pontificio.

Tal definición, válida en su aspecto más restringido, requiere
tener en cuenta el peculiar caso hispano en el que se da una cruzada de
carácter permanente. Su objeto no es la recuperación de los lugares
santos, pero, salvo esa diferencia de matiz, participa de todos los demás
caracteres y se desarrolla en un ambiente similar, como respuesta
idéntica de una idéntica mentalidad.

Los móviles que llevan a gentes tan diversas a protagonizar
una empresa tan llena de riesgos como la Cruzada son tan diferentes
como los propios cruzados.

Entre ellos es preciso destacar la liberación de los Santos Lugares
y, muy en particular, Jerusalem, cuyo significado escatológico
trasciende el, ya de por sí importante, de ser escenario privilegiado de
la vida del Señor3. El ideal de la peregrinación y la práctica de peregrinaciones
dan a la cruzada su verdadero sentido, hasta el punto de
ser precisamente ése su nombre: iter Hierosolymitanum o peregrinatio,
y peregrini o milites Christi la denominación aplicada a los cruzados4.


Es preciso tener muy en cuenta conceptos como los de guerra
justa y guerra santa y su consecuencia, el inevitable enfrentamiento
con el Islam; idea ésta que tiene su perfecto reflejo del lado musulmán,
a mi juicio con anterioridad5. Asimismo la idea de redención de
todos los pecados, siempre que mediaran las condiciones necesarias, y
la idea de martirio, como posibilidad en el desarrollo de una empresa
santa.

Existe una mentalidad colectiva que hace nacer la idea de Cruzada;
su origen más profundo se halla en la innovación espiritual que
se vive a finales del siglo XI y que está haciendo nacer nuevas ordenes
monásticas. Sin esa mentalidad sería imposible una respuesta tan general
y entusiasta como tuvo lugar. Existe también unas causas proximas,
en particular la petición de ayuda por parte de los griegos, y
existe también el hombre —el papa Urbano II— que tiene la capacidad
de captar el enorme potencial de la Cristiandad y lanzarlo a una
empresa común.

El resultado de todos esos factores es la primera cruzada. La
fuerza que tiene aquél potencial queda de manifiesto en la respuesta
espontánea —anárquica e ineficaz, desastrosa— de la cruzada popular.
También es la patente demostración de la necesidad de que la respuesta
sea organizada, hecho que se pondrá reiteradamente de manifiesto
durante la campaña, y después de conquistada Jerusalem, para
retener y gobernar lo conquistado. La ayuda a Tierra Santa constituye
el argumento que mueve nuevas expediciones, ya en el curso mismo
de la primera cruzada, como los refuerzos genoveses cuya llegada facilita
la conquista de Antioquía (3-VI-1098).

El nacimiento de cuatro estados cristianos, resultado más evidente
de la primera cruzada, plantea inmediatamente serios problemas
para conservar lo conquistado: las rivalidades entre los jefes cruzados,
la hostilidad que su presencia suscita en los griegos, y, naturalmente,
tambien en los musulmanes, y la escasez de efectivos constituirán
problemas nunca satisfactoriamente resueltos6.

Los jefes locales tratarán de resolver ese problema con iniciativas
de convivencia con algunos estados musulmanes; es la necesidad
que experimentarán también los jefes de ulteriores cruzadas —Felipe
II, Ricardo I o Federico II— cuando Jerusalem ya se había perdido:
era posible, quizá, recuperarla, pero imposible defenderla. En ambos
casos con el escándalo de la cristiandad occidental ante una actitud
que no encajaba con el concepto de guerra santa.

La necesidad de apoyar a los cruzados en Tierra Santa motiva
predicaciones, envios de expediciones de ayuda, la exaltación de la
idea de cruzada y, en particular las Ordenes Militares. Caballería y ordenes
militares constituyen una mentalidad y una realidad, intima-
mente entrelazadas, que desempeñan un papel esencial en el impulso
hacia oriente. Cuando esos ideales se transformen o se machiten la
presencia en Oriente tocará a su fin.

EL IDEAL CABALLERESCO: LA PROPUESTA CISTERCIENSE.

El monacato cisterciense es un movimiento de renovación,
tanto de la vida monástica como, sobre todo, del hombre mismo. Se
trata, en efecto, de lograr que el hombre se despoje de lo viejo para
hallar al hombre renovado: un programa evangélico que recoge ya el
Exordium parvum, el primer documento cisterciense. Las virtudes del
hombre nuevo no son pueriles innovaciones sino, esencialmente, volver
a las raices de la vida cristiana y, para el monje en concreto, a la
estricta observancia de la regla benedictina.

El hombre nuevo desprecia los valores que el mundo absolutiza,
no porque desprecie al mundo, sino porque sitúa aquellos valores
en su justa relatividad. El monje cisterciense vive su vocación monástica
estrictamente en el nuevo monasterio, autenticamente. La vive en
el apartamiento del mundo, en el desierto, una de las claves que ha
presentado mayores problemas para su correcta comprensión, en gran
parte por una interpretación literal del Exordio; sin embargo, es meridianamente
clara.

El desierto definido por el Exordio es el lugar inaccesible a los
hombres y frecuentado por las fieras, la selva impenetrable en su den-
sa vegetación. Esa interpretación literal ha llevado a pensar en la deliberada
búsqueda de lugares incultos o malsanos que no resiste el me-
nor análisis de la realidad documental o la visión misma de los enclaves
monásticos.

El desierto es, a la vez, el lugar apartado y la vida de apartamiento
que el monje lleva, a pesar de que, como el propio San Bernardo,
haya de intervenir tantas veces en cuestiones mundanas. El desierto
es una actitud del monje que vive una vida de milicia en la lucha
contra el mal.


El Cister es el resultado de las inquietudes espirituales de su
tiempo y el reflejo de la mentalidad caballesca de su época. La vida
del hombre es milicia: la llamada de Urbano II en el concilio de Clermont
no es otra cosa sino la llamada al ejercicio de esa milicia en un
sentido concreto, el de la lucha por Cristo, la sublimación de la caballería.
Un objetivo en el que se suman, como hemos dicho, los conceptos
de milicia, guerra justa y guerra santa.

En ese mismo sentido, la vida del monje cisterciense es una
milicia; las fórmulas de los documentos de donación se refieren a los
monjes de modos diversos —los que llevan vida religiosa, o vida
apostólica, los que sirven a Dios— entre ellos los que militan en el
claustro.

La división de la sociedad en órdenes atribuye a cada cual una
misión, en el caso de los monjes no sólo orar, sino una verdadera milicia.
Como los combatientes, han de mantenerse unidos, único medio
de obtener la victoria; de ahí el gran peligro al que se exponen quienes
afrontan solos el combate. El canto coral, recio, viril, en expresiones
del propio San Bernardo, es la expresión misma de la forma en que los
combatientes afrontan el combate. Desde estos presupuetos se entiende
con facilidad la razón por la que las órdenes militares inspiran sus
reglas en la cisterciense.

Otra cuestión de gran importancia es la concepción del monasterio,
en particular del claustro, como la ciudad solidamente afirmada
en la que el monje, apoyado en sus hermanos, puede realizar su
edificación interior. Es un tema común en la literatura monástica la
concepción del claustro como un paraíso en la tierra.

Ese tema es especialmente apreciable entre los cistercienses.
Los nombres de sus monasterios se refieren, habitualmente, a la bon-
dad del lugar o del valle, la apacibilidad, el verdor, la trasparencia de
sus aguas. El claustro es una verdadera Jerusalem, con la fuente en el
centro y los cuatro rios que de ella parten, en perfecta simbología apocalíptica.
Función utilitaria, se dirá. Sí, pero también simbólica.


Quienes conciben la vida como milicia, también la del monje,
y el claustro como la Jerusalem celestial, son quienes mejor pueden
catalizar el espíritu caballeresco para convertir a los guerreros en mi-
lites Christi, e impulsar sus anhelos a la defensa de la Jerusalem conquistada.

San Bernardo, a través de sus epistolas, presenta la cruzada
como una obra santa, contrapuesta a las guerras entre cristianos; la
cruzada es ocasión de salvación para los que participan en ella ya que
pueden redimir sus pecados y, si hallan la muerte, alcanzar los méritos
del martirio. Los cruzados son el ejército del Señor empeñado, para su
propia salvación en la defensa de los Lugares Santos, legitima herencia
para todos los cristianos.

Guerra santa, por ser la más justa de cuantas pueden emprenderse,
presenta a la caballería un ideal sublime en el que se funden sus
anhelos de aventuras, de vida militante, y, al tiempo de cumplimiento
de unas inquietudes religiosas a veces dificilmente concretadas. La
caballería es no sólo un modo de vida sino un ideal cristiano; el caballero
cumple su ideal en la defensa de los Santos Lugares, a excepción
de los reinos hispanos para quienes la cruzada es una aventura permanente
en sus propias fronteras.

EL CISTER Y EL TEMPLE.

Uno de los aspectos en que se aprecia con mayor claridad la
importancia del Císter en el impulso hacia oriente está en relación con
la Orden del Temple, una de las primeras consecuencias del éxito de
la primera cruzada.

Conquistada Jerusalem y constituídos los estados cruzados —
condados de Edesa y Trípoli, principado de Antioquía y reino de Jerusalem—
se plantea el problema esencial de su mantenimiento, cuyo
dilema esencial es si la cruzada es solamente una expedición o exige
una permanencia, como parece evidente.


Por otra parte, no sólo se trata de defender lo conquistado sino
de garantizar a los peregrinos el acceso a los lugares santos; muchos
realizan su peregrinación en grupos armados, pero, incluso en esas
condiciones, es posible tropezar con dificultades. Como respuesta a
una necesidad inevitable surgen pequeños grupos de caballeros que
consideran imprescindible garantizar ese acceso y prestar su ayuda a
los peregrinos. Es el germen de la Orden del Temple7.

En 1119, Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Omer, con un
pequeño número de caballeros, deciden poner sus armas al servicio de
los peregrinos que llegan a Tierra Santa. Se trata de una iniciativa en
relación con el nuevo rey de Jerusalem, Balduino II, que inicia su reinado
ese mismo año, y que les adscribe a los canónigos regulares instalados
en el antiguo emplazamiento del Templo, como una orden tercera.
Pronto construyen su pequeño convento anexo sin duda al santuario
de la Roca, modelo de muchas de sus construcciones en Occidente.


Como tantas otras empresas humanas, los comienzos del Temple
son difíciles; la explicación no exige razones complejas: la propia
novedad que significa una caballería integrada por monjes, la permanente
instalación en Oriente, requerida por su misión, son obstáculos
más que suficientes.

Diez años después de su creación, Hugo de Payens se presentará
en el concilio de Troyes, provisto de un texto de la Regla de la nueva
milicia, que será aprobado en las sesiones del concilio8. Es un paso
importante, pero precisa la obtención de apoyos en las potencias cristianas,
lo que pretende el viaje de Hugo por Francia e Inglaterra, y una
argumentación de carácter teológico que logra a través de san Bernardo.


Después de solicitárselo en varias ocasiones, logrará Hugo de
Payens que san Bernardo dedique uno de sus escritos a la alabanza de
la Nueva Milicia9. El tratado escrito por san Bernardo nos permite conocer
el cocepto de su autor sobre la Cruzada y la misión de la naciente
Orden; es posible valorar la importancia que el Cister —decir
san Bernardo y espíritu cisterciense viene a ser lo mismo— tiene en la
proyección hacia Oriente, objeto esencial de nuestra intervención en
este curso.

El escrito se encuentra en la línea argumental habitual del
santo; su objetivo esencial, más aún que la propia alabanza del Temple,
es la conversión. Gran parte de sus obras tienen, efectivamente,
esa línea argumental: la conversión del monje, en muchos de sus sermones;
la conversión de los clérigos, en un escrito de ese título10; la
conversión de los obispos, objeto de la Vida de San Malaquías11 o de
la Epístola al arzobispo de Sens12; la conversión del propio pontificado
es también el objeto del tratado De consideratione, dirigido al papa
Eugenio III, al que nos referiremos después.

La alabanza de la nueva milicia responde ciertamente a su título:
es una justificación de la vocación de los Templarios y una defensa
de su modo de vida; pero es, sobre todo, el planteamiento de un
completo itinerario espiritual para los caballeros, a través del cual podrán
realizar plenamente el ideal evangélico.

El cumplimiento del ideal cristiano no exige al caballero el
abandono de la misión que corresponde a su orden. San Bernardo tie-
ne la plena seguridad de que es la vida del monje el camino más seguro
para el cumplimiento de ese ideal, pero propone a los hombres de
guerra un proyecto enteramente similiar: pelear el combate de Cristo,
como, en otro orden de cosas, hace el monje; santificar la guerra —su
actividad habitual— porque es una guerra contra los infieles, idólatras,
por tanto, injustos, en defensa de los fieles de Cristo, peregrinos,
los justos. En esta actividad hallarán la santificación, tomando de la
santidad de los lugares en que desarrollan su actividad el motivo de su
oración; o hallando incluso el martirio.

La obra consta de dos partes: en la primera se justifica la legitimidad
y necesidad de la Orden; la segunda es un itinerario espiritual
por Tierra Santa. No se trata de una descripción de los lugares mencionados,
que san Bernardo desconoce absolutamente, sino una evocación
alegórica de cada uno de ellos, a través de la cual el monjecaballero
—todos los caballeros y peregrinos, en general— sigue un
itinerario espiritual cuyo colofón es la conversión personal y la plena
identificación con Cristo, objetivo último de toda la obra del santo
cisterciense.

En el prólogo deja constancia el autor de la insistencia del primer
maestre para lograr de él la redacción del mismo13. El hecho tiene
una lógica incluso personal: Hugo de Payens es pariente de san Bernardo
y son bastantes los vinculos personales y afectivos que, tanto
ahora como en los años sucesivos, mantendrá con el Temple.

En la primera parte destacan, especialmente, los siguientes aspectos:



1. Excelencia de la vida y muerte del caballero.
La admirable novedad de la nueva orden es que una misma
persona combata por las armas a un enemigo poderoso, como lo hacen
los caballeros, y al mal, al diablo, con la firmeza de la fe, como los
monjes.

Para este caballero todo son perspectivas favorables: si vence,
obtendrá la máxima gloria, pues lucha por Cristo; si muere, la máxima
dicha, pues muere por Cristo14.

2. Santidad de la nueva milicia.
Lo es porque defiende la causa de Cristo. Está exenta de todo
peligro que acecha a un ejército secular: ser muerto puede acarrear al
caballero la muerte espiritual también, porque al morir mientras deseaba
matar es, en realidad, un homicida; vencer y matar es sucumbir
a una inmoralidad, ser también un homicida. Incluso la legitima defensa
plantea a San Bernardo algunos reparos pues no deja de ser una
anteposición del bien corporal al espiritual15.
3. Clases de milicia.
Jugando con los términos malicia y milicia, contrapone la caballería
—malicia— con la verdadera milicia de Cristo. Los primeros
se mueven por torcidos objetivos, combaten por odio, ambición o vanagloria
—preocupados por los adornos, como las mujeres— y su fin
sólo puede ser la muerte, propia o del enemigo, pero siempre con
muerte espiritual, la unica terrible. Los soldados de Cristo le sirven
muriendo y matando: con seguridad de conciencia en uno y otro caso.
Si matan, porque lo hacen para defender a los justos: su acción es un
malicidio; si mueren, porque han llegado a su meta. No propone la
muerte de los paganos como algo necesario, si se hallan otros medios
para combatir su opresión sobre los justos, pero, en las actuales circunstancias,
es preferible esa solución para que no pese el cetro de
los malvados sobre el lote de los justos16.

4. Licitud del uso de la fuerza.
Es preciso desenvainar las dos espadas —espiritual y material—
contra todos los enemigos de la fe cristiana. Es preciso mantener
la libertad de Jerusalem: para demostrarlo aporta un abrumador
número de citas de los profetas. No olvida, sin embargo, advertir contra
una interpretación literal de estos textos y prevenir contra la tentación
de considerar a la Jerusalem terrestre como bien absoluto cuando
es, unicamente, figura de la verdadera Jerusalem, la celeste17.

Tras este panorama general, describe la vida de los templarios
y ensalza hiperbolicamente las virtudes que atesoran estos monjes soldados:
disciplina, austeridad, vida común, humildad, trabajo, ausencia
total de actividades frívolas e innecesarias; en lo militar destacan por
su valor, organización, previsión, ansia de victoria, no de gloria y, sobre
todo, por su confianza en Dios18.

Compara la misión del Templario, cuya vida santa adorna el
nuevo templo más que la belleza material al antiguo Templo, con la
actitud del propio Cristo expulsando de él a los vendedores. La gloria
del templario es doble, por su conversión y por el servicio que presta;
como lo es la de Jerusalem, por su santidad y por ser instrumento de
santificación para esta milicia19.

La segunda parte considera un itinerario espiritual, de renovación
del hombre, que culmina, como hemos dicho, en la plena identi
ficación con Cristo. La excelencia de los lugares mencionados constituye
el gran impulso de la cristiandad hacia Oriente y, al tiempo, la
máxima alabanza del Temple.

Belén, casa del pan, donde nace el alimento espiritual para el
hombre20; con este alimento el hombre ha de pasar de la flor, Nazaret,
al fruto, al reconocimiento de la plena divinidad de Cristo, de modo
que no le ocurra como al pueblo judío, incapaz de llegar a la "verdad
plena"21.

El Monte de los Olivos y el valle de Josafat son la invitación al
examen y confesión de los propios pecados22; con ello el hombre alcanza
su plena curación espiritual en el Jordán, santificado por el bautismo
de Cristo y la presencia casi patente de la Trinidad23. En el Calvario
se opera la plenitud de la salvación, por el total despojo de
Cristo, como ha de hacer el hombre24.

El Santo Sepulcro es el lugar mas emotivo25; San Bernardo,
además de apelar a la emoción del peregrino, redacta un elevado tratado
teológico sobre la salvación en el que emplea un tono muy diferente
del utilizado para referirse a los demás lugares. La muerte, paso
obligado para el hombre como consecuencia del pecado, una muerte
voluntaria impuso una muerte inevitable, exige una satisfacción por la
deuda del pecado —el sufrimiento corporal de Cristo—, al tiempo que
su muerte voluntaria nos merece la vida: pudo morir por ser hombre y
no pudo morir inutilmente por ser justo.

Tras una larga argumentación teológica sobre la locura de la
salvación, adivina el autor quienes puedan contemplar el lugar mismo
de la sepultura del Señor se sentirán como poseídos de la más dulce e
intensa devoción..., y olvidarán las penalidades, gastos y peligros del
viaje. El tono vibrante de san Bernardo hubo de electrizar el ánimo de
quien leyese este pasaje como tantas veces ocurrió con quienes le escucharon
en la predicación de la segunda cruzada.

Tomando como recurso la etimología de Betfagé, casa de la
boca, apela el santo a la conversión del pecador y la confesión de sus
pecados, como primer paso de su existencia renovada. Esboza una
más amplia meditación sobre la confesión, las disposiciones de los
penitentes y el modo de proceder de los sacerdotes26. Al fin, el hombre
renovado llega a Betania, la casa de la obediencia, virtud esencial en
la vida del hombre nuevo, tanto en la acción como en la contemplación
(Marta y María)27.

Programa de renovación para el hombre y programa de vida,
san Bernardo trasciende en su escrito la sola alabanza de la Orden. No
es difícil suponer el efecto que tales argumentos, que constituyeron
muy probablemente el esquema de sus predicaciones orales, hubieron
de causar en los hombres de su tiempo. Es indudable que su acción fue
decisiva en el crecimiento del Temple, tanto como en la promoción de
una nueva cruzada.

LA SEGUNDA CRUZADA.

En diciembre de 1144 se producía la caída de Edesa en manos
de los turcos; sucumbía el primero de los estados nacidos medio siglo
antes como consecuencia de la primera cruzada. Inmediatamente se
producen demandas de socorro que hallan un ambiente mucho menos
favorable que en la primera ocasión: han fracasado diversas expediciones
durante estos años y se ha filtrado un espíritu de lucro en el
primitivo espíritu de cruzada.

No se produce, en efecto, un movimiento similar al que había
dado lugar a la primera cruzada. En el caso de Francia, Luis VII, en
diciembre de 1145, prometía marchar a la cruzada y solicitaba de san
Bernardo que predicase la expedición. El santo declinó la petición, argumentando
que no se había pronunciado el Pontífice al respecto, pero
aceptará la misión cuando Eugenio III proclame la cruzada otorgando
los mismos beneficios espirituales que, en su día, concediera Urbano II.



El primer acto de su predicación tuvo lugar el 31 de marzo de
1146, en Vezelay; la fuerza arrebatadora de su palabra produjo un
efecto definitivo en esa ocasión y en las semanas siguientes de agotadora
predicación; recorrió la región del Rin en el otoño de ese año y,
ya en invierno, estuvo en Suiza. En los últimos dias de diciembre se
entrevistó con el emperador Conrado III, a quién logró comprometer
en la empresa. Volvió a Clairvaux en febrero de 1147 e inmediatamente
se trasladó a Étampes, donde los nobles de Francia realizan los
últimos prepartivos de su expedición.

No cabe duda del liderazgo de Bernardo en la predicación de la
segunda cruzada; tampoco de la novedad del estilo que su predicación
contiene. Nada de apelaciones apocalípticas, causa de desastres en el
pasado: es preciso el orden y la disciplina, la conducción por jefes experimentados.
Incluso en sus propuestas el realismo de Bernardo ofrece
un negocio a los futuros cruzados: una cruz cuya materialidad
cuesta poco pero que vale el reino de Dios.

En mayo y junio de 1147 se ponían en marcha, respectivamente,
Conrado III y Luis VII. Como es sabido, la cruzada es un gran
éxito de preparación y un enorme desastre en su ejecución. Eran demasiados
los aspectos que no fueron tenidos en cuenta: el crecimiento
del poder islámico, las disidencias entre los estados cristianos, la desconfianza
de los griegos.

Lo que para nosotros tiene ahora un extraordinario interés no
es el desarrollo de la expedición, sino el clamor casi unánime que el

fracaso de la segunda cruzada produjo contra el santo abad. Es la demostración
irrefutable de que todos consideraban a san Bernardo como
el verdadero promotor de la fallida expedición. El gran impulso
hacia Oriente era obra exclusiva suya. Propuesto como una obra santa,
causaba escándalo que, siendo la Cruzada una empresa querida por
Dios, hubiese fracasado en medio de grandes sufrimientos para quienes
habían participado en ella.

Algunos contemporáneos explican el fracaso de la segunda
cruzada como consecuencia de los pecados de quienes en ella participan28.
Es una opinión generalizada, a la que se refiere el propio san
Bernardo cuando decide al fin, probablemente en 1150, escribir una
apología que incluye en el tratado sobre las obligaciones del pontificado,
el De consideratione, cuyos cinco libros dedica a Eugenio III29.
El escrito constituye la plasmación de la idea de Cruzada en san Bernardo
y, para nosotros, la medida del grado de protagonismo bernardino
en las empresas militares en Oriente.

Ocupa el primer capítulo del libro II del citado tratado y se escribe
a petición del propio pontífice, trascurrido un tiempo suficientemente
amplio desde aquélla como para que san Bernardo considere
necesario justificar el retraso.

El argumento parte de la bondad y justicia de Dios, a simple
vista incompatible con el desastre que ha significado la cruzada. Establece
una comparación entre el pueblo hebreo, el pueblo de Dios, y el
ejército cruzado, el nuevo pueblo de Dios; este hilo conductor será el
que, apoyándose en diferentes episodios, le permite explicar el fracaso
de la cruzada. Fueron los pecados de aquél los que causaron los terribles
sufrimientos; del mismo modo, ha sido la abominación reinante
en el campamento cruzado la que ha sembrado la derrota: "...pavor,
abatimiento y confusión hasta en la alcoba del rey..." en velada alusión
a los problemas conyugales de Luis VII30.

Con su habitual alarde escriturístico, establece san Bernardo
dos paralelismos concretos:

1. Los israelitas en el Exodo, incrédulos y rebeldes, tienen su pensamiento
permanentemente en lo que habían dejado atrás, como quienes
habían participado en la segunda cruzada: "...¿ cómo podían seguir
adelante los que siempre se volvían hacia atrás en su caminar?..."31.
2. Tomando como argumento los acontecimientos protagonzados por
la tribu de Benjamin, en los capítulos 19 y 20 del libro de los Jueces,
señala la falta de confianza en el Señor como nueva causa de la derrota
Cruzada. En este caso se refiere discretamente a los milagros que
realizó durante la predicación de dicha cruzada32.
En cualquier caso, ni duda de la santidad de la empresa, ni de
la inspiración de su intervención; su conciencia está tranquila, como
debe estarlo la del papa, y se muestra poco preocupado por las murmuraciones
y los juicios que sobre él han vertido quienes "... llaman
mal al bien y bien al mal ...". Con agudo criterio señala que tal juicio
erróneo procede de juzgar las acciones por su éxito aparente: otros son
los frutos de la Cruzada; concluye mostrando su alegría por ser el escudo
del Señor, aquél sobre quien recaen ofensas que, así, no alcanzan
a Dios33.

Fracasada la cruzada por los pecados de quienes en ella participan,
tiene verosimilitud la argumentación de Suger que plantea enseguida
una nueva cruzada, dirigida por los clérigos que evitaría caer
en los vicios de la anterior. Una asamblea del reino reunida en Chartres,
en mayo de 1150, tomaba la decisión de nombrar a San Bernardo
jefe de esta nueva expedición. Desde sel punto de vista de Suger tiene
perfecta lógica; constituye, además, la plena demostración de la importancia
de san Bernardo como impulsor hacia Oriente, por más que
pueda parecer un disparate depositar esa confianza en un monje de sesenta
años.

San Bernardo hace ver al pontífice en una de sus cartas, la
epístola 256, la inviabilidad de tal designación, por razones de edad,
profesión monástica e impericia militar, e insiste que es al pontificado
a quien corresponde el manejo de las "dos espadas". Más nos interesa
todavía la respuesta del Pontífice: confirmando a Bernardo como jefe
de la expedición, dejaba claro que el sentimiento general, a pesar de
los fracasos experimentados por la cruzada, y las críticas contra éste,
consideraba al abad de Clairvaux como el verdadero motor del espíritu
cruzado.

Poco importa que la muerte de Suger, el 13 de enero de 1151,
arrojara un insuperable obstáculo sobre una expedición que, probablemente,
se habría enfrentado a otros también insuperables. Lo importante,
y así podemos afirmarlo a modo de conclusión, es que existía
una opinión unánime que señalaba a san Bernardo como el verdadero
motor del espíritu de toda una época, el que arrastra a los hombres
hacia la gran empresa en Oriente.

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