Tomado de http://unirprofescatolicos.wordpress.com/
Los Padres cistercienses tuvieron la genial intuición de concebir la comunidad monástica como una Escuela de Caridad. En ella todos somos discípulos para aprender el arte de amar. Y esto puede ser extensible a cualquier forma de vida.
Lo primero que tenemos que descubrir a este respecto es que somos relación, es decir, que estamos hechos para la relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos. Y la relación lograda la llamamos encuentro. Es por esto por lo que en la Escuela de la Caridad, donde se aprende el encuentro que es el arte de la relación, sean, al mismo tiempo, necesarios e imprescindibles tanto la soledad, que propicia la relación con uno mismo y con Dios, como la fraternidad.
Todo encuentro nos cambia. En el encuentro con una persona descubrimos quiénes somos realmente y nos ponemos en contacto con nuestro verdadero ser. Martin Buber en su obra Yo y tú, pone en el tú el punto de partida del encuentro de uno mismo. Lo expresa de esta manera: yo me convierto en tú. Haciéndome yo, digo tú. Toda vida auténtica es encuentro.
De un encuentro se sale distinto de como se ha entrado. Sólo la mirada afectuosa del otro me cambia. Él me pone en contacto con mi propio afecto, con el amor que con bastante frecuencia duerme escondido en mí y espera ser despertado por una persona querida. La bella durmiente necesita al príncipe que la despierte del sueño con su beso. En el fondo es siempre una transformación amorosa.
Necesitamos la mirada amorosa, el encuentro sin prejuicios para descubrir y levantar el tesoro que hay en nosotros; descubro mi yo precisamente en el tú. El encuentro con el tú me permite reconocer el misterio más profundo de mí mismo. Y este encuentro consigue que mi individualidad salga claramente del caos de mis distintos pensamientos y sentimientos, del desorden de mis roles y de mis máscaras, y crezca cada vez más su verdadera figura.
Los encuentros son puntuales, se realizan siempre en cortos espacios de tiempo. Por el contrario, la relación entre las personas refleja una situación duradera. Muchos son los que se pierden a sí mismos en la relación con otros. Le dan al otro tanto poder sobre ellos que ya no son ellos mismos. Resultan determinados por la opinión del otro, por sus expectativas y sus pretensiones. O bien, sucumben a los mecanismos de proyección, que frecuentemente tienen lugar en las relaciones. Acaban inmovilizados por las proyecciones de otros. La conversión de una persona no está acabada si no cambian sus relaciones.
Pero la transformación del individuo producida en el encuentro, repercute en sus relaciones. Podemos observar cómo la transformación de la persona en una relación, cambia esa misma relación. Ambas están estrechamente relacionadas entre sí. Mi conversión cambia mis relaciones y el cambio de la relación repercute en el proceso de mi maduración y crecimiento.
Quien experimenta la transformación del encuentro, no se esforzará excesivamente por el trabajo de la evangelización, sino que éste brotará de la fuente interior con la que ha entrado en contacto. Gozará de una libertad interior que se comunica como por ósmosis, de tal manera que la predicación de la Buena Noticia dejará de ser algo así como un rendimiento compulsivo que requiere todas las fuerzas, porque fluirá suavemente por sí sola de la fuente interior. Su trabajo será fecundo.
Si en aquello por lo que vivo sólo hay discordia, agresividad, intranqui-lidad o si se convierte en un activismo vacío, continuamente repitiendo lo mismo, será señal de endurecimiento y de que desconozco lo que es el encuentro. Pero si con mi trabajo cambia algo a mí alrededor, si son posibles nuevas relaciones de comunidad, alegría por el proyecto común, ideas nuevas para abordar algo, entonces se pone de manifiesto la transformación de uno mismo.
La pregunta que podemos hacernos ahora es la siguiente, ¿qué amor tiene que darse para que sea posible la comunión cristiana, el encuentro?
Hoy en día el término amor se ha convertido en un eufemismo, lo cual requiere, antes de hablar de amor, definir qué es lo que entendemos por tal. Por lo tanto, ¿de qué amor venimos hablando? Clásicamente se han distinguido dos tipos de amor, opuestos entre si: el eros y el ágape.
A grandes rasgos, el eros es aquel amor que ama al otro por lo que recibe de él; es un amor necesariamente posesivo. Platón lo pintó en su celebérrimo mito como hijo de la necesidad. De él podríamos decir aquello de que te quiero porque te necesito. El grado de interés, de necesidad por el otro se convierte en el termómetro a través del cual medimos la calidad de nuestro amor.
El ágape, en cambio, no ama al otro por lo que puede esperar de él, sino aunque no pueda esperar nada de él; su alegría no es lo que recibe del otro sino que se alegra en el otro mismo, en el mero hecho de que existe. Por eso no es un amor posesivo: no espera recibir nada, ni siquiera el título de bienhechor y el reconocimiento de él.
Aunque esta pintura haya sido muy rápida, basta para nosotros ahora. Quiero añadir, que en nosotros los hombres, no deberíamos extremar ni esgrimir demasiado esa contraposición, aunque nos sea imprescindible. El hombre es un ser terrible e increíblemente necesitado, y dejar de reconocer esa tremenda pobreza propia puede ser no un signo de ágape, sino de orgullo. Por otro lado, en nuestra existencia humana se dan ambas realidades como mezcladas, no siempre como totalmente opuestas: un eros bien llevado puede llegar a convertirse en auténtico ágape, en verdadera ternura; mientras que un presunto ágape puede degradarse en un eros orgulloso y sutilmente camuflado.
A lo mejor debe tratarse de un amor que no es el te quiero porque te necesito del eros, ni tampoco el porque no te necesito entonces te quiero del ágape (posiblemente mal entendido), sino más bien el te necesito porque te quiero, al que reconocemos como el amor con auténtica solera.
El mismo amor sexual deja ver una de sus facetas más bonitas en su capacidad de suscitar compasión, en el sentido más positivo del término: cierta como incapacidad del hombre para ver sufrir a la mujer, y de la mujer para ver dolorido al hombre. Con todo, es verdad también que no hay nada más terrible que ahogar a otro queriéndolo, o diciendo quererle, ni nada más trágico que no saber darse cuenta de eso (ya dice el refrán que hay amores que matan). El verdadero amor siempre es creador y donador de libertad, mientras que el eros puede privar de ella en más de un momento. Pero, a pesar de todo eso, la psicología humana es infinitamente compleja para que creamos poder despacharla con cuadros sinópticos.
“No hay que esgrimir demasiado, contra el hombre, la distinción eros-ágape. Ese moralismo nos hace perder de vista hasta qué punto el hombre es un ser necesitado de afecto y gratificación y nada más que eso: cualquier psicólogo sabe muy bien cómo la falta de esos ingredientes, durante los momentos en que el hombre cuaja como hombre, supone sin más su frustración (quizás definitiva) como tal ser humano. El ser de necesidades no puede ser el ser de la gratuidad. Y sin embargo, si aquella es nuestra realidad, ésta es nuestra verdad. He aquí por qué dijimos en otro momento que el hombre es un ser a quien se le exige más de lo que puede dar. Ahí está otra vez la contradicción en el hombre. Si el amor se define como dar, como donación de sí, el darse es constantemente experimentado en el hombre como una muerte (cuando no es utilizado como una especie de trampa cazadora para recibir a través de su donación la gratitud, la dependencia, la reciprocidad, el reconocimiento del otro). Y al hombre no pertenece el morir. Todos nuestros proyectos, grandes o pequeños, de comunidad y comunión, fracasan porque concebimos, con razón, la comunidad como gozo, como ser-con, y luego contrastamos que la experimentamos como totalitarismo, como muerte; y a la verdad del hombre no pertenece la muerte sino el gozo. La posible solución de hallar un equilibrio en la idea de un intercambio –dar y recibir- es una solución bien precaria pues el amor queda ahogado en cuanto se la somete al cálculo y al libro de cuentas. El amor sólo es verdaderamente gratificante cuando no se ha buscado la gratificación en él; sólo permite recibir cuando no ha exigido recibir; y cuando se le busca por el propio interés (así sea el interés más legítimo de una estabilidad psicológica absolutamente necesaria y que necesita del cariño para eso) o cuando se le quiere provocar a la fuerza o se le reclama como un derecho, entonces paradójicamente se le impide nacer y se le ahoga antes de nacer, o se le frustra por completo. Por todas partes nuestras reflexiones van a abocar a la contradicción entre necesidad y gratuidad” (José Ignacio González Faus).
Con todo lo dicho, podemos concluir al respecto, que el amor del encuentro ha de ser un amor ágape, gratuito, pero penetrado de esa dosis de interés y necesidad por el otro que propicia la reciprocidad, y nos hermana en un destino y en una vulnerabilidad común.