martes, 27 de abril de 2010

Koan y apotegmas: Encuentro fecundo de “Palabras de Vida” para tener más luz en el Camino.




El Koan es un hecho o un dicho pronunciado o realizado por un maestro zen para manifestar o provocar la experiencia de la “iluminación” en el discípulo.



El Koan zen intenta ayudar a alcanzar la “mente original” (Honshin), nos intentan ayudar a darun paso más en el Camino espiritual, es una luz en ese camino, por eso, no tiene sentido ( o su sentido es banal) leído desde la mente racional, dual, la “mente calculadora”.


En sus orígenes los Koan eran espontáneos entre los maestros y los discípulos, más tarde fueron coleccionados y se elaboraron sistemas que los clasifican y señalan el orden en que deben ser “estudiados”, siendo el “método” de Hakuin el más seguido en la actualidad, en especial, en la escuela rinzai del zen japonés.


En la tradición monástica cristiana podemos encontrar un paralelismo (un equivalente homeomórfico diría Panikkar) con los Koan, se trata de los Apotegmas o dichos y hechos de los Padres del Desierto, los fundadores de monacato cristiano en Egipto y cercano Oriente entre los siglos III y IV. Se Trata igualmente de colecciones que recogen anécdotas y dichos de los Padres pronunciadas con ocasión de las consultas que diferentes personas les realizaban sobre el camino espiritual. Eran las llamadas “Palabras de Vida” o “Palabras de Salvación”.




En el cristianismo el estudio contemplativo de las Escrituras y de los apotegmas y otros escritos de la tradición cristiana era la llamada Lectio divina, un método que nunca se sitematizó tanto como el método de los koan zen y que simpre ha tenido en cuenta la importancia de la espontáneidad y la libertad del Espíritu en el estudio de las "Palabras de Vida", sin que ello fuera impedimento para necesitar confrontar nuestras impresiones con un maestro o director y con la enseñanza de la Iglesia.


Con el declive de la mística en Occidente estas colecciones de apotegmas y de escritos místicos se han intentado estudiar desde un punto de vista teológico o moral, pero el punto de vista adecuado es el espiritual, más allá de la razón, el punto de vista “koanico” o místico.



El encuentro con el zen puede ayudar a la tradición cristiana a redescubrir el sentido y la función de los apotegmas, así como de otros escritos de los místicos cristianos (p. e. San Juan de la Cruz).



En el pequeño camino de zen cristiano y cisterciense, que intentamos vivir en los talleres, se utilizan los escritos de los místicos cistercienses como si fueran Koans o Apotegmas. El método del Koan sirve para renovar la lectio divina o lectura contemplativa de la Escritura y la tradición cristina, evitando que se convierta en un simple estudio moral, teológico o una lectura puramente sentimental y subjetiva de los textos.



Por otro lado, la espontaneidad que la lectio divina ha mantenido en el cristianismo puede ayudar al zen a recuperar el aspecto de espontaneidad que tenían los Koan antes de su excesiva sistematización por las escuelas monásticas budistas, hasta el punto de señalar una “respuesta” correcta para cada Koan de un modo excesivamente rígido y estereotipado.



Creo que hoy los Koan cristianos y la aportación que la lectio divina cristina puede hacer al método de trabajo con ellos, pueden ser un camino de renovación de ambas tradiciones, zen y cristiana, y un modo de acrecentar la luz que se puede recibir tanto de la vía zen como del cristianismo (sin confundir ni mezclar ambas vías).

viernes, 23 de abril de 2010

El misterio de la Piedra Cisterciense



El patrimonio de la mística cisterciense no sólo está compuesto por los documentos fundacionales históricos o jurídicos, ni por los tratados de mística de lso Padres y Madres de la orden, sino también de un modo muy destacado por el arte cisterciense, en especial, por la arquitectura cisterciense de los monasterios.


La arquitectura cisterciense posee un simbolismo que expresa la experiencia mística cisterciense y quiere servir de pedagogía para llevar a esa experiencia. En este simbolismo arquitectónico el cuadrado es fundamental. El monasterio está construido en torno al cuadrado del claustro y los elementos fundamentales de construcción son las piedras rectangulares, piedras desnudas, unidas unas a otras.

Para la antropología cisterciense el hombre posee cuatro dimensiones: el corpus, el anima (aspecto emocional) el animus (racional) y el spiritus (dimensión más allá de la razón , dimensión existencial y relacional o personal). El hombre perfecto es el homo quadratus, el hombre que ha unificado todas sus dimensiones, toda su naturaleza.


En la situación actual el hombre vive en el “país de la desemejanza”, ha perdido su unidad interna, hasta su spiritus o corazón está dañado, está herido en lo más profundo, a nivel existencial y relacional, se ha convertido en un “alma curva” (encerrado en sí mismo, en pecado, egocentrado). Debe “rectificarse”, el alma debe hacerse recta. El símbolo del alma recta es la piedra rectangular con la que se construyen los monasterios, piedra desnuda, sin adornos (necesidad de despojarse de los vicios, de la ascesis) y piedra, que una vez está hecha recta (rectificada), puede unirse a otros para construir el Templo, la comunidad. Para los cistercienses un símbolo de la conversión es la palabra edificación. El claustro cuadrado es el lugar donde el monje va unificando todo su ser al recorrer los cuatro lados correspondientes a las cuatro dimensiones del ser humano: el lado del refectorio o comedor corresponde a la dimensión corporal, el lado del capítulo (sala de reuniones y donde le abad ejerce su magisterio) es la dimensión racional, el lado de la iglesia (dimensión espiritual) y el lado de ala puerta al exterior (dimensión relacional). Día día recorre todas estas estancias y a lo largo de toda su vida, hasta ir unificando su ser.


Ahora bien, el “alma curva” no puede salir por sí misma de su estado, necesita de Otro, de la gracia, del Misterio, de Cristo que la saque de su desgraciada situación. Cristo es la Piedra Cuadrada, la piedra angular de todo el edificio. Para los cistercienses Cristo es el Mysterium Quadratus y es el origen, el camino y el destino de todo el viaje espiritual. Es un camino cristocéntrico, o como dice San Elredo : vamos “ per Christum ad Christum”. Cristo se ha hecho uno de nosotros para entrar en relación con nosotros y que nosotros pudiésemos entrar en relación con él y salir de nuestro estado de cerramiento y desemejanza, recuperando nuestro verdadero “rosto”, nuestra imagen y semejanza de Dios.


La mística cisterciense es una mística relacional por excelencia, Cristo es el Verbo Abbreviatus, el Verbo abreviado, el Verbo que se acerca a (entra en relación con) nosotros para que nosotros podamos amarle y así acercarnos a Dios. La Palabra (la Relación) es por lo tanto el camino fundamental, Verbo, Palabra entendida como Relación personal con Dios, expresada en la meditación y rumia de la Palabra y del misterio y los misterios de la vida de Cristo, resumidos en , por supuesto, cuatro: su encarnación, pasión, resurrección y ascensión.


Este camino de rumia amorosa de la Palabra es un camino en el que vamos evolucionando y creciendo en el conocimiento y el amor de Cristo, comenzamos con un amor carnal (interpretación literal propia del hombre carnal) pasamos a una interpretación alegórica (propia del hombre racional) y culminamos en una interpretación tropológica o moral (propia del hombre espiritual que ha hecho vida la Palabra, la aplica y la vive en el día a día).

Toda la vida del monje es una rumia de la palabra: en la liturgia, en la lectio, en la oración jaculatoria del trabajo, en el oración silenciosa. El monje es un oyente, que practica por excelencia la escucha, la obediencia (ob audire- escuchar), el monasterio es un “auditorio” del Espíritu.. Por eso, el modelo de todo monje es María, que rumiaba todas las cosas en su corazón. María es fundamental en la mística cisterciense, el monje debe desarrollar su dimensión “femenina”, amorosa y acogedora, dulcificarse para acoger al Verbo, ser madre de Cristo, todo el monasterio es Madre de Cristo, por ello todo monasterio cisterciense está dedicado a María. La experiencia cisterciense culmina siempre en el desarrollo de la fraternidad, de la empatía y compasión por los demás hasta llegar a la amistad espiritual con los demás. Un monasterio cisterciense debe tener una dimensión de reunión de amigos espirituales que juntos caminan hacia Cristo.


La vía de acceso al Misterio, a Dios, es por lo tanto la vía del amor (un monasterio cisterciense es una escuela de la Caridad), amor que es un tipo de conciencia y de conocimiento directo de la Realidad, del Otro, de Dios, más allá de los conceptos y que nos transforma en lo conocido, sin dejar de ser quienes somos. Por eso, el modelo del amor no es el conocimiento racional (siempre dual) sino los sentidos corporales que son modos de aprehender la realidad de modo directo, por eso, los cisterciense al hablar de diversas experiencia del amor hablan de los sentidos ”espirituales” (el olfato, el tacto, la vista, el oído espiritual) siendo el sentido más importante y el que agrupa a todos los demás el gusto espiritual, el saborear a Dios, es un signo de la sabiduría (sapere-gustar) que nos habita cuando el amor alcanza su madurez. El amor es el “sentido” espiritual por el que percibimos la realidad por excelencia: Dios.

El monje que ha alcanzado el gusto de Dios, que saborea la dulzura del Amado ha alcanzado el sentido anagógico de la Escritura, su sentido escatológico, la realidad celestial, sin salir de este mundo, vive las realidades últimas en la realidad concreta, por eso todo monasterio cisterciense es un “saboreo anticipado” (siempre limitado) de la Vida Eterna, pero vivido en la vida cotidiana y corriente, todo monasterio es un símbolo de la Jerusalén Celeste, ciudad cuadrada (perfecta), nuestra verdadera patria que anhela nuestro herido corazón.

miércoles, 21 de abril de 2010

El amor iluminado como camino hacia la plenitud humana.



Para la antropología cisterciense el amor no es un mero sentimiento, es un modo de conocer que transforma al conocedor en lo conocido; por el amor se descubre el conocedor como relación inseparable con lo conocido sin fusionarse ni separarse de él. No es que descubra que está en relación sino que descubre que ES Relación (eso es lo que significa ser persona: ser relación). El Amor nos hace ver que el Tú y el Yo son como los dos polos de una única realidad sin dejar de ser lo que son.


Para San Bernardo el núcleo de lo humano no es la razón abstracta ni el sentimiento, es la Voluntad, entendida no como mera capacidad de elegir, sino como “inteligencia sentiente” (Zubiri), como inteligencia que une e integra la razón y los sentimientos conociendo la realidad en un solo acto de intelección que verdaderamente transforma, deja una huella (afectus es el término empleado por los cisterciense para hablar de este tipo de conocimiento o amor que impresiona el “alma” y la transforma).


El camino espiritual supone ir ordenando los “afectus”, es decir, ir creciendo en el amor, haciendo que su objeto y su modo de unirse a él sea cada vez más amplio hasta abarcar toda la realidad. El hombre no puede limitarse a un amor meramente humano porque es Capax Dei (San Agustin), imagen y semejanza de Dios, llamado a amar con el amor infinito de Dios desde su finitud. Por eso, se preguntará San Bernardo: ¿Cuál es la medida del amor (humano)? Y se responderá: Amar sin medida.

Bernardo elaborará un mapa de los grados del amor que debemos ir recorriendo hasta alcanzar la plenitud del amor que es la plenitud humana, lo que llaman el amor iluminado, un amor en el que la razón y el sentimiento se transcienden y a la vez se unifican e integran, uniéndose el hombre a toda la realidad: Dios, el Hombre y el Cosmos.

El primer grado del amor para Bernardo es al amor al hombre como hombre, es el amor primero que debemos tener para poder recorrer el camino espiritual, si no nos amamos a nosotros mismos no podremos amar a los demás, ni a Dios. Este amor nos humaniza, nos hace crecer como personas y nos debería llevar al amor social, el amor a los demás, aunque a veces se encierra en sí mismo y nos lleva al narcisismo y al pecado. Sin embargo, es un amor que no nos satisface plenamente, necesitamos seguir creciendo en nuestro amor y por ello, nos abrimos a la realidad Transcendente, a Dios, para encontrar sentido en nuestra vida.

El segundo grado del amor es el amor a Dios porque lo necesitamos, es un amor a Dios inmaduro, poco gratuito, buscamos que nos solucione la vida y satisfaga nuestras necesidades, es un amor a Dios todavía egoísta, pero necesario para ir creciendo a formas mayores; hemos de pasar por este amor muy sentimental y ciertamente algo narcisista, a veces fundamentalista. Para Bernardo es un amor de mercenario, buscamos una recompensa.

El tercer grado del amor es el Amor a Dios por él mismo, el amor gratuito, el amor de Hijo. Es el momento de las experiencias de iluminación, de olvido de nosotros en Dios. Sin embargo para Bernardo no es el último grado, pues el hijo todavía espera una cierta herencia en el fondo de sí (la experiencia espiritual). Puede generar un narcisismo espiritual.

El cuarto y último grado del amor es el amor al hombre desde Dios, volvemos nuestros ojos hacia el mundo y los hombres y los vemos con los ojos de Dios, ojos amorosos, redentores y liberadores. Es amor de esposa que colabora con el esposo en redimir y liberar el mundo. Se libera incluso del deseo de experiencias espirituales, lo importante es cumplir la Voluntad del Padre unido a Cristo sin dejar de ser lo que somos. Nunca se alcanza en plenitud y, de hecho, nunca podemos estar seguros de estar en este nivel, pues es un nivel que se escapa a todo control humano, actúa más allá de nosotros, nosotros sólo podemos hacer lo que nos toca hacer y ser lo que somos, pobres de Cristo; sin embargo, desde este lugar somos bendición sin saberlo para el mundo por pura Gracia de Dios. La plenitud del amor nos hace totalmente pobres y totalmente plenos, lo divino y lo humano se unifican sin fusionarse ni separarse, cuanto más humanos más divinos y cuanto más divinos más humanos.

martes, 20 de abril de 2010

La pertenencia "amorosa" e "inteligente" a la Iglesia, necesaria en un cristiano para combatir el narcisismo espiritual



El camino espiritual no es un camino que iniciamos puramente desde el propio esfuerzo, naturalmente debemos esforzarnos en la búsqueda pero, dado que la realidad espiritual supera nuestra individualidad, nuestro ego, nada podemos hacer para alcanzarla salvo abrirnos a ella. De ahí, la importancia de experimentar también la realidad espiritual como Gracia, como un Otro que me sale al encuentro a través de los sacramentos, las Escrituras y las mediaciones de la tradición a la que pertenezco, en nuestro caso de la Iglesia.

En toda búsqueda espiritual auténtica hay una dimensión de esfuerzo individual e interno y una dimensión de pertenencia a una comunidad en la que el Misterio, Dios, me sale al encuentro a través de sus doctrinas, símbolos, prácticas y mediaciones comunitarias.

Hoy en los ámbitos cercanos al movimiento de la Nueva Era es habitual entender la experiencia espiritual como un estado modificado de conciencia, un estado interno que debo alcanzar ayudado de diversas técnicas, generalmente al margen de cualquier vinculación con una tradición o comunidad, que suelen considerarse meras “cintas transportadoras” (sic) hacia esa experiencia.


Naturalmente el Espíritu sopla donde quiere y hoy hay diversas metodologías espirituales también en ámbitos cercanos a la Nueva era, que pueden ayudarnos a profundizar en nuestra espiritualidad. Pienso que si no se cierran en ellas mismas y se colocan por encima de las tradiciones espirituales, estos nuevos caminos pueden ser integrados en el camino cristiano como una ayuda (se me ocurre por ejemplo en métodos de conseguir estados modificados de conciencia como el Big Mind o los Talleres de integración Vivencial de la Propia Muerte que según me dicen realmente producen experiencias espirituales).

La experiencia espiritual no culmina en estas experiencias místicas o transpersonales, sino que estas experiencias nos sirven para salir de la mente egoica y dualista y conocer nuestro verdadero rostro, nuestro verdadero Yo, que más que una esencia estática es un proyecto, un dinamismo, un Camino, que como nos recuerda la carta a los Efesios, Dios nos ha dado “antes de la creación del mundo”.

La experiencia espiritual culmina pues en descubrir nuestra verdadera naturaleza y realizarla en la vida cotidiana, lo que en el mundo cristiano llamamos “Hacer la Voluntad de Dios”, es decir, vivir lo que somos, descubrir y vivir nuestra vocación.

La experiencia espiritual auténtica nos descubre como seres sociales en comunión con Dios, el hombre y el cosmos, nos lleva, por tanto, a vivir nuestra dimensión social y comunitaria como parte de nuestra naturaleza, de nuestra identidad, nos lleva a encarnarnos más en la realidad histórica siendo liberadores y redentores, desde Dios y desde la comunidad a la que pertenecemos, y no desde nuestro ego.


Toda experiencia mística auténtica lleva a esa unión con los demás y a ese descubrimiento de nuestra vocación a una comunidad y tradición espiritual concreta, en nuestro caso, a la Iglesia y a una comunidad de la Iglesia concreta. Esto es muy visible en la tradición monástica, en la que se hace un voto de “estabilidad” o pertenencia a una comunidad concreta. El monje tiene vocación a un monasterio o comunidad concreta, esto es un signo que ayuda a discernir si hay vocación o no a la vida monástica tradicional.


De modo, que no creeremos que nuestra experiencia es auténtica si no ha sido aceptada y confrontada por la comunidad que sentimos es la nuestra (eso no quiere decir por supuesto que todos lo acepten, sino que respetamos los esencial que define nuestra pertenecia a la comunidad). Naturalmente podrán surgir conflictos y desconfianzas, a veces pecados, pero una experiencia espiritual auténtica no se vivirá “por libre”, fiándonos sólo de nuestra experiencia subjetiva o interna. La experiencia contemplativa nos hace muy conscientes de la plenitud de la Realidad y de la limitación y pobreza propias, de ambas cosas.

El quedarse en esas experiencias especiales, y no ver que la experiencia espiritual abarca todas las dimensiones y momentos de nuestra existencia y no sólo “los más elevados”, es propio de la enfermedad espiritual, el quietismo, el gnosticismo, la enfermedad zen.

De ahí, la necesidad de la pertenencia a la iglesia para un cristiano que quiera vivir un camino espiritual auténtico y, de ahí, la necesidad de que los nuevos caminos que surgen dentro y fuera de la Iglesia movidos por el Espíritu acepten las normas que rigen en la comunidad a la que pertenecen y deseen ser acompañados, corregidos y también enriquecidos por los que ejercen el servicio de la autoridad en la comunidad, en la Iglesia. Eso, por supuesto, no supone una aceptación ciega o una renuncia a nuestra personalidad, en las comunidades hay una pluralidad legítima de posiciones y, a veces, hasta enfrentamientos pero hay un "minimum" que define nuestra pertenencia o no a una tradición espiritual, a la Iglesia). En la Iglesia nos quitamos el sombrero, no la cabeza, como a veces hacen los que caen en otra enfermedad espiritual: el fundamentalismo religioso.


Cualquier camino espiritual nuevo, que se considere por encima de las tradiciones espirituales y afirme que las religiones y comunidades espirituales no son más que instrumentos para alcanzar esos estados interiores “especiales” ,no viendo esa dimensión comunitaria esencial y necesaria, superior e imprescindible, en la vivencia de la espiritualidad, ha caído en la enfermedad zen o el gnosticismo, es una experiencia incompleta, acosada de narcisismo espiritual. Aquellos que reducen al religión a una mera creencia, a decir amen a todo sin tener una fe personal y experiencial, caen en otra enfermedad: el infantilismo y el integrismo, otra forma de narcisismo e inmadurez al creer que sólo es válida su manera de vivir y entender la tradición a la que pertenecen, apropiándose de ella y combatiendo otras formas válidas y legítimas de vivir la misma tradición.

lunes, 19 de abril de 2010

La humildad en la espiritualidad benedictino-cisterciense: Un camino hacia la contemplación y el Amor.




La humildad es uno de los valores, o mejor, experiencias, que más importancia recibe por parte de san Benito, dedicándole un largo e importante capítulo de su Regla. San Benito elabora una escala de grados de humildad que el monje debe ir recorriendo, al principio de manera trabajosa, al final de modo espontáneo y libre.

Para San Benito la humildad es el único camino hacia el amor, por ello sólo el que alcanza el último grado de la humildad puede empezar a Amar de verdad:


Cuando el monje ha remontado todos estos grados de
humildad, llegará pronto a ese grado de amor a Dios que por perfecto
echa fuera todo temor, gracias al cual cuanto cumplía antes no sin recelo ahora comenzar a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente, como por costumbre, no va por temor al infierno sino por amor a Cristo. (RB 7, 67- 68)”.


San Bernardo dedicará su primer tratado doctrinal precisamente a este tema, es el conocido “Tratado de los grados de la humildad y la soberbia”. Con este documento intenta explicar porque la humildad es tan importante y expone su propia experiencia elaborando un mapa de los pasos que se deben recorrer para alcanzarla, así como la meta que se consigue con la humildad.

Dice Bernardo que “a la humildad se le llama camino que lleva a la verdad”. Es por lo tanto la humildad la experiencia más allá de conceptos o razonamientos de la realidad, la experiencia que nos une a la realidad, que nos “realiza” (hace reales).

Nos recuerda en este tratado que la experiencia de la verdad o de la realidad que es la humildad tiene tres grados que han de vivir de en un determinado orden para poder ir alcanzando los niveles más elevados. Dice que hemos de” buscar la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma”. Sólo siguiendo este orden podremos alcanzar el fruto de la humildad que es la experiencia contemplativa.

Primero hemos de conocer la verdad en nosotros mismos, en este sentido la humildad “incita al hombre a menospreciarse ante la clara luz de su propio entendimiento”. No se trata de una visión que desprecia lo humano. No podemos separar la enseñanza de este tratado de la contenida en otros tratados de Bernardo, conocido es su humanismo y su frase “Que gran cosa es el hombre”. ¿A qué se refiere pues Bernardo? A ver nuestra verdadera naturaleza más allá del ego, del egoísmo, a no identificarnos con el ego y a experimentarnos más allá de él, como Hijos de Dios y no como dioses. Sólo así podemos amarnos verdaderamente más allá del narcisismo.


El siguiente paso es experimentar la verdad del prójimo, si hemos vivido la primera experiencia de verdad, entonces desarrollamos un sentimiento de compasión hacia nuestros hermanos, no juzgamos sus actos tan duramente pues sabemos que sufren la enfermedad egoica como nosotros y colaboramos con ellos para liberar su naturaleza de Hijos de Dios.

Sólo quien experimenta y ejerce la caridad con sus hermanos puede llegar a la contemplación, de ahí la importancia de la comunidad y de la caridad en la espiritualidad benedictino-cisterciense.


El último grado es contemplar la verdad en sí, experimentar la realidad, a Dios, es lo que llamamos la iluminación o experiencia mística, que Bernardo describe de modo poético:


Allí, en medio de un gran silencio que reina en el cielo por espacio de media hora, descansa dulcemente entre lso deseados abrazos y se duerme; pero su corazón vigila”.

Como dirá Bernardo en el “Tratado del Amor a Dios” la contempalción oiluminación no es la meta del camino, la meta es amar al hombre con esa gratuidad vivida en la experiencia contemplativa, amar al hombre desde Dios, comprometiéndonos en su Liberación y redención unidos a Cristo. La contempalción nos ha de llevar a al vida y en especial a los lugares donde la vida está más oprimida, más deformada, más explotada colaborando en liberarlos.


La Compasión, la caridad, es esencial en la espiritualidad cisterciense, sin ella no es posible alcanzar la contemplación y una vez saboreada ésta la compasión por Todo y todos es la meta final, dar la mano a otros dicen en el zen.


Por eso Thomas Merton, habiendo captado el centro de la experiencia cisterciense que es esa compasión por lo más pobre y sencillo, lo que llamamos pobreza fecunda escribirá:


La voz de Dios se oye en el Paraíso:
“Lo que era vil se ha vuelto precioso. Lo que ahora es precioso no fue nunca
vil… Lo que era cruel se ha vuelto misericordioso. Lo que ahora es misericordioso
no fue nunca cruel. Yo siempre he eclipsado a Jonás con Mi misericordia, y no
conozco en absoluto la crueldad. ¿Me has visto alguna vez, Jonás, hijo mío?
Misericordia sobre misericordia sobre misericordia. He perdonado al universo sin
medida, porque nunca he conocido el pecado.
Lo que era pobre se ha vuelto infinito. Lo que es infinito no fue nunca
pobre. Para mí la pobreza siempre ha sido algo infinito: no amo a los ricos…
Lo que era frágil se ha vuelto poderoso. Yo amé lo que era máximamente
quebradizo. Me preocupé de lo que no era nada. Toqué lo que carecía de sustancia
y, en el interior de lo que no era, yo soy.”

sábado, 17 de abril de 2010

Inreligionar el zen en el cristianismo. La visión de Queiruga, explicada por X. Pikaza.





Inreligionar.

Torres Queiruga
es un hombre de frontera, situado entre la filosofía de la religión y el análisis del cristianismo, desde una perspectiva que, manteniendo una gran simpatía por la Teología de la Liberación, se centra en problemas que parecen más vinculados a la tradición ilustrada de Europa. Su visión de Dios le ha llevado a elaborar un pensamiento mayéutico (socrático), donde vincula revelación sobrenatural y realización humana, que se sitúa en la línea de la gran herencia ilustrada de Europa. Las religiones, para ser fieles a sí mismas, tienen que estar dispuestas a dialogar con otras religiones, dejándose fecundar por ellos. Eso significa que las religiones son verdaderas en sí mismas en la medida en que pueden expresar su verdad en otros espacios religiosos.

«La verdad religiosa es siempre el reflejo de la plenitud de Dios en el espíritu del hombre, plenitud a la que por nuestra parte sólo puede responder la búsqueda conjunta, fraternal y compartida de todos, recogiendo los fragmentos de una verdad que, difractada en la finitud, está destinada a todos… Una consecuencia inmediata es la de un nuevo talante en el encuentro real de las religiones… Por eso he procurado hablar de inreligionación: igual que, en la “inculturación”, una cultura asume riquezas de otras sin renunciar a ser ella misma, algo semejante sucede en el plano religioso… En el caso del cristianismo, dada su confesión del carácter absoluto y definitivo de la revelación acontecida en Cristo, el problema adquiere una dificultad muy peculiar e intensa. Y precisamente porque la situación es nueva, nos faltan las palabras y categorías adecuadas para caracterizarla.

El exclusivismo resulta evidentemente insostenible. Pero… tampoco satisface un universalismo indiferenciado. Como alternativa intermedia se ha propuesto el inclusivismo, que tiene sin duda grandes ventajas, entre ellas la de reconocer algo tan fundamental como que todas las religiones tienen verdad y son caminos reales de salvación. Pero, como la misma palabra lo sugiere, al concebir a las demás en referencia centrípeta hacia la propia religión, considerada como la plena y definitiva, tiende a verlas “incluidas” en sí misma, con la consecuencia casi inevitable de querer asimilarlas. Para las otras religiones, la referencia inmediata a Dios desde la tradición y experiencia propias queda amenazada, para ser sustituida por la relación indirecta a través del cristianismo» (El diálogo de las religiones, Santander 1992, 35-36. Edición virtual en http://servicioskoinonia.org/relat/241.htm.).

No se tanto, por tanto, de afirmar que todas las religiones son iguales, ni de rechazar a las otras (exclusivismo), ni de incluirlas en la propia (inclusivismo), sino de dialogar, de tal manera que cada religión asume y desarrolle los valores de las otras, sin renunciar a su identidad. Esto significa que las religiones son distintas, pero pueden dialogar y enriquecerse mutuamente.

Un universalismo asimétrico.

Torres Queiruga no intenta decir que todas las religiosas son iguales. En contra de eso, él sabe que ellas son distintas. Por eso, al dialogar, no pueden identificarse entre sí, como si no tuvieran diferencias. Ciertamente, el fondo de todas las religiones (la revelación original de Dios) es igual en todas ellas. Pero cada una acoge de un modo distinto el potencial de la revelación de lo divino.

«Por eso no me parece mal proponer la categoría de universalismo asimétrico.

(a) «Universalismo», porque toma como base primordial e irrenunciable una doble convicción: que todas las religiones son en sí mismas caminos reales de salvación; y que lo son porque expresan por parte de Dios su presencia universal e irrestricta, sin favoritismos ni discriminaciones, puesto que desde la creación del mundo «quiere que todos las personas se salven» (1 Tim 2, 4).

(b) Pero «asimétrico», porque es imposible ignorar el hecho de las diferencias reales entre las religiones: no -repetimos- porque Dios discrimine, sino porque por parte del ser humano la desigualdad resulta inevitable. Se trata de la desigualdad impuesta por la finitud creatural. El ofrecimiento divino es igualitario, pero su acogida humana se realiza, por fuerza, de manera y en grados distintos, según el momento histórico, la circunstancia cultural o la decisión de la libertad. Esto acontece en el proceso religioso de la vida individual: ¿no buscamos todos madurar, purificar y profundizar nuestra relación con Dios? Esto sucede en la historia de cada religión: ¿no debe hablarse, según eso, como dijeran los Padres de la Iglesia, de una religio semper reformanda?…

Aun reconociendo carencias, deformaciones y defectos en todas, no sería realista ignorar que existen religiones que, incluso juzgadas en su estructura conjunta y atendiendo a su circunstancia, se nos aparecen objetivamente menos logradas; de suerte que no es injusto pensar que existen ya en la historia formas, elementos o aspectos que, de ser acogidos –“inreligionados”- las harían más plenas» (Ibid). Todas las religiones, incluida la nuestra, han de mostrarse, según eso, en su esencia más íntima, como descentradas extáticamente hacia el Centro común que las suscita y promueve. Todas se nos aparecen como un inmenso haz de caminos que, desde distancias distintas, convergen hacia el Misterio que las atrae y supera; como fragmentos distintos en los que se difracta su riqueza inagotable.

Cada religión refleja ese camino a su manera y desde una situación particular. Pero, por ser fragmentos de un mismo Misterio, no pueden ignorarse entre sí, sino sumar los reflejos, de manera que dando y recibiendo, cada uno crecerá en sí mismo y se sentirá más unido a los otros. Acoger la verdad ofrecida, lo mismo que ofrecer la propia, forma así parte indeclinable de la búsqueda religiosa. Sería monstruoso pensar que la riqueza del otro me empobrece a mí, igual que sería intolerable pretender acaparar como privilegio propio lo que pertenece a todos» (Ibid).

Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana.

Éste es el título de una de las últimas obras (Santander 2005), en las que Queiruga pone de relieve la unidad de las religiones en su diversidad; por eso, no es suficiente un esfuerzo a favor de la inculturación (que el evangelio se introduzca en las diversas tradiciones culturales), sino que es necesario, como he dicho, un esfuerzo de “inreligionación”: que el cristianismo se introduzca en las diversas religiones, no para conquistarlas, sino para escuchar lo que ellas dicen y para establecer un diálogo sin imposiciones, abierto al mensaje de Jesús, que (para los cristianos) será la plenitud de la realización del hombre, entendida como revelación de Dios. Queiruga nos sitúa así, en último término, ante un “camino teológico” que sólo puede conocerse en la medida en que se va recorriendo, como un esfuerzo por comprender al Dios que se revela y es Uno, siendo Múltiple en sus revelaciones. En esa línea, se puede afirmar que la “revelación” de Dios se identifica en el fondo con el mismo despliegue humano, entendido por Queiruga de una forma básicamente positiva.

A partir de aquí, sin renunciar a la tradición trinitaria de la Iglesia, él ha destacado aquello que podríamos llamar un “binitarismo mesiánico” (Dios y Jesús), pero referido siempre al Espíritu que actúa también en las otras religiones, en un camino histórico donde se integra el conjunto de la humanidad. De esa manera, implícitamente, se abre una puerta para un estudio distinto de las cuestiones que la teología cristiana ha planteado en términos trinitarios. Conforme a la visión de Queiruga, el gran problema no es la solución del tema de la unidad y trinidad de Dios, sino el tema de su revelación positiva y salvadora dentro de una humanidad que parece amenazada por el sufrimiento y por la muerte.

En un plano general, Queiruga es un testigo de la bondad creadora de Dios, que se manifiesta como fuente de amor en las religiones y, de un modo muy hondo, en el cristianismo. En esa línea, él ha querido superar la visión de un Dios violento y vengativo, que sería contrario a la felicidad del hombre. Ciertamente, el mal existe, porque es una consecuencia de la finitud (y, en algún sentido, de la misma maldad de los hombres en la historia). Pero el bien de la vida y del hombre es mayor que todos los males. En esa línea, ha construido una teología optimista y comprometida, al servicio de la vida humana que, a su juicio, es signo y expresión de Dios, que va manifestándose a sí mismo en la vida de los hombres.

Como testimonio de esa revelación y de la esperanza de futuro de la historia se siguen elevando y abriendo camino las diversas religiones, que deben dialogar entre sí, para fecundarse mutuamente. En esa perspectiva de apertura universal y de esperanza de salvación, Queiruga ha querido ser un testigo de la revelación cristiana.

viernes, 16 de abril de 2010

Las etapas del Camino en el zen y en la mística cristiana



El maestro zen del siglo IX, Tozan, autor de un conocido texto el Hokyo zanmai, resumió en cinco etapas los pasos hacia la iluminación. También en el cristianismo tenemos mapas que nos explican el camino que vamos recorriendo por la vía espiritual. Es conocida la división tradicional en tres etapas: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva del Camino.


Pedro Vidal, un maestro zen cristiano, conocedor de la mística carmelitana habla de siete etapas, añadiendo una etapa 0, o previa.

San Bernardo habló de cuatro grados del Amor que había que ir recorriendo para madurar en nuestra experiencia humana y espiritual.

Estos diversos mapas, en apariencia diferentes, en realidad reflejan un camino muy similar desde perspectivas diferentes (el zen habla sólo de los efectos de la experiencia en el hombre y el cristianismo fija su atención en la acción de Dios) o estableciendo más o menos subdivisiones en cada etapa.


Voy a intentar hacer una síntesis que nos pueda ayudar y animar a recorrer el camino que los maestros nos proponen:


Etapa Previa: Para San Bernardo antes de iniciar el camino espiritual debe el hombre amarse a sí mismo, este amor le lleva al amor a los demás, el amor social. Es la base de todo el camino previo. Es un amor inmaduro y egoísta en cierto sentido, pero necesario para crecer en el amor. Este es el primer grado del amor de San Bernardo.

Vía Purgativa


(Predomina la lucha contra los vicios o logismoi: demonios-pensamientos erróneos). Toda esta etapa corresponde la segundo grado del amor de Bernado, el amor a Dios por nosotros mismo, le amamos porque sentimos que lo necesitamos, que por nosotros solos no encontramos fuerza ni sentido en la vida.

Etapa I de Tozan, cuando ya se toma en consideración la importancia de lo transcendente y se ocupa más tiempo en la búsqueda de la espiritualidad con diversas prácticas.

Esta etapa I de Tozan se correspondería con las etapas 0 y 1 de Pedro Vidal, en la etapa 0, pasamos del tener al ser todavía con mucha dificultad, en la etapa 1, tenemos que continuar en el camino luchando contra nuestra inconstancia, nuestra impaciencia, nuestra desconfianza y nuestro miedo.

Etapa II de Tozan, corresponde al siguiente paso del camino, ir más allá de razonamientos y conceptos a la búsqueda espiritual de la experiencia. Para Pedro Vidal es la etapa 2 una etapa de crisis, ya no nos produce placer sentimental la búsqueda, necesitamos cultivar mucho la Fe y la Esperanza. Correspondería a la Noche de los Sentidos de san Juan de la Cruz o a la Gran Muerte del Zen. Sólo pasando por esta crisis y yendo más allá de la mente podemos pasar a la siguiente etapa.


Vía Iluminativa


Es la etapa en que las virtudes van implantándose en nuestra actuación, encontramos satisfacción en practicarlas, tenemos ya diversas experiencias de iluminación o de contemplación (oración de quietud, de recogimiento, de unión o éxtasis). Corresponde la Tercer grado del amor de san Bernardo: el Amor a Dios por él mismo, gratuito, sin buscar nada a cambio.

Corresponde a la etapa III de Tozan, después de la muerte al mundo de los sentidos, renacemos al mundo espiritual. Es la experiencia de unión con todo, de gran paz, de desapego por el mundo físico. Creemos ya haber alcanzado la meta del camino. Ha de venir a etapa IV, en la que se produce una crisis y una caída de esta situación, que si perdura lleva a la enfermedad zen, el quietismo, el espiritualismo desencarnado. La etapa IV nos hace perder esa supuesta “elevación” y nos hace ver el narcisismo espiritual que nos provocaba, llevándonos de nuevo a atender la realidad concreta sin separarla ni fusionarla de la espiritual.


Para Pedro Vidal, la vía iluminativa correspondería a la etapas 3, 4 y 5 del camino. La etapa 3 es la etapa del enamoramiento, con las primeras experiencias espirituales, la etapa 4 corresponde al noviazgo, cuando ya la persona responde activamente a la experiencia, puede suponer experiencias de éxtasis o salida de sí. La etapa 5 es la crisis, o el desposorio espiritual, cuando viene la Noche del Espíritu de san Juan de la Cruz, cuando entramos en total oscuridad y desierto y la misma experiencia espiritual desaparece aparentemente. Superada esta segunda muerte, llegamos a la etapa final.

Vía Unitiva


Corresponde al cuarto grado del Amor de Bernardo, cuando amamos la hombre desde Dios, es decir, no separamos la realidad concreta de la espiritual, es más, es lo más pequeño, lo que menos llama la atención, lo más pobre y limitado el lugar de preferencia para la experiencia, es lo que se llama la pobreza fecunda en la espiritualidad cisterciense. Volvemos a ser pequeños y frágiles, ignorando incluso las experiencias pero siendo una bendición anónima para los demás y para el mundo, sin que seamos conscientes y sin tener porque llamar la atención.

La V etapa de Tozan, descrita así “uno finalmente se da cuenta que es posible integrar ambos mundos y que es posible experimentar plenamente tanto lo trascendental como el mundo físico. Uno es capaz de “ser en el mundo, pero no de ser de él". En otras palabras, uno desarrolla un gran corazón de compasión por todos los seres sensibles”.

Corresponde a la etapa 6 y 7 de Pedro Vidal, la etapa 6 es el matrimonio espiritual, la unión de Dios y el ser Humano vivida en la vida cotidiana, no se separa la realidad de Dios, lleva a la última etapa, dar la mano a otros, en especial, los más pobres y necesitados. El último “koan” que propone Pedro es ¿Señor, qué quieres que haga?.

El camino culmina, no en la iluminación sino en la comunión con Dios, el hombre y el cosmos vivida en la vida cotidiana de cada uno, a la que llevamos comunión y liberación, mucha veces sin ser conscientes, pero siendo siempre responsables y comprometidos con Dios y con toda la realidad desde nuestra pequeñez.

miércoles, 14 de abril de 2010

Un mapa cisterciense del Camino espiritual a la luz del zen cristiano.


En el zen cristiano, por influencia del shingaku zen, los teisho o charlas animadoras de la meditación son llamadas “Charlas del Camino”. Charlas que nos explican mapas del camino que vamos a ir recorriendo para crecer en humanidad y en Amor, hasta recuperar nuestra verdadera imagen y semejanza divinas, nuestro verdadero rostro, conformándonos y reformándonos según el Rostro del Padre, que, para los cristianos, es Cristo.


Para San Bernardo la libertad es la imagen de Dios en el hombre, libertad que no se ha perdido por el pecado pero que debe ir reformándose y madurando hasta llegar al Amor, la meta a la que Dios nos ha llamado desde antes de la creación del Mundo (carta a los efesios). En el zen se dice que el camino nos llama desde antes de que nacieran nuestros padres.


Para San Bernardo debemos ir creciendo en tres libertades:

1) Libertad de la Necesidad:

Se trata de la libertad humana fundamental, ir creciendo como personas con razón y emoción equilibradas, de modo que podamos dirigir voluntariamente nuestra vida. Si no hay persona no hay posible camino espiritual.

El camino espiritual por tanto, exige una sanación psicológica, un desbloqueo de nuestros sentimientos y heridas olvidados y reprimidos, de manera que podamos volver a sentir el dolor y liberar la energía que ese bloqueo mantiene retenida, privándonos de libertad de actuación y de fuerza.


Llorar, gritar en ámbitos controlados, mediante ejercicios como los de la bioenergética, nos pueden ayudar a recordar estas heridas, a sentirlas y así sanarlas, ganando en libertad.


Nuestros sentimientos dependen en gran medida de nuestras ideas sobre la realidad, es habitual que todos hayamos asumido en mayor o menor medida alguna de estas ideas erróneas (yo no sé, yo no valgo o yo no puedo). Trabajar con el sistema de afirmaciones positivas inspirado en el método antirrhético de Evagrio Póntico y en metodologías del rebirthing, pueden ir cambiando nuestra metalidad errónea e introduciendo ideas correctas que nos lleven a sentimientos de autoestima sana.


Ganar en libertad de la necesidad, es salir de los hábitos negativos hacia nuevas formas de actuación, salir del sentimiento de culpa que paraliza al de responsabilidad que nos llena de energía para tomar la vida en nuestras manos. Crecer como personas.


La atención a la psicología con esta perspectiva espiritual es algo propio de los padres cistercienses que escribieron en muchos casos tratados “De ánima” (acerca de la psique).


2) Libertad del Pecado:


La antropología cisterciense no considera que el ser humano se limite a sus aspectos racionales , emocionales o corporales, sino que considera que tiene una dimensión más allá de ellos, la dimensión espiritual.

El pecado es la traducción del término griego Hamartia, que según explica Aristóteles en su ética a Nicómaco significa error por ignorancia. Ignorar esa dimensión espiritual de la realidad.

Desde el ego no podemos salir de este “error” necesitamos que otro, el Misterio más allá de ego, el Espíritu o Dios tome la iniciativa de” abrir” nuestro ego a esta dimensión. Esta relación con Alguien que nos lleva a esa nueva dimensión es la Gracia. Sólo la Gracia puede sacarnos de esta ignorancia- pecado.


De ahí la necesidad de la Revelación, de la Religión, de las Escrituras, los sacramentos, la vida de la Iglesia que “desde fuera” del ego nos descubre esa dimensión que ignoramos.

No basta pues un trabajo interno, un esfuerzo, necesitamos la ayuda de “algo” (mejor Alguien) que nos saqué del ego.

Sin la acción primera de Dios, sin Cristo y sin la Iglesia no es posible recorrer el camino espiritual cristiano.


Este encuentro con el Otro, por supuesto, exige también nuestra apertura, de ahí la necesidad de combatir los vicios y alcanzar la virtudes para salir del Pecado y abrirnos a la Gracia. No basta sólo meditar, ni mucho menos, la actitud ética es fundamental. Intentar vivir la humildad, la compasión, la paciencia, la diligencia, la generosidad, la castidad y la templanza) para crecer en las virtudes que indican el crecimiento en esta libertad del pecado: la templanza, fortaleza, prudencia, justicia y fe , esperanza y caridad.

El ayuno y las vigilias son métodos monásticos habituales para ir creciendo en esta apertura a la gracia, además de los ya mencionados.

3) La Libertad de la Miseria


Salimos de la miseria o angustia en la medida que vamos más allá del ego al amor. Esta es la libertad que se alcanza al vivir el Amor, que es más que un sentimiento, una clase de conciencia contemplativa que nos transforma existencialmente haciéndonos estar en comunión con Dios, el Cosmos y los demás (Amor ipse intellectus est- el amor es una forma de conocimiento dicen los cistercienses).

La meditación-contemplación-iluminación es el camino por excelencia para alcanzar este amor, pero no es la meta. La meta es vivir la vida cotidiana, concreta, la realidad existencial en ese estado de comunión, dando la mano a otros, en especial a los más pequeños, más marginados, excluidos. Ahí es donde más se manifiesta el misterio, es lo que en Císter llamaron la experiencia de la pobreza fecunda. El Amor vivido en la vida cotidiana y en todas las dimensiones mencionadas, sin excluir ninguna, (humana, religiosa, mística) es el final siempre inacabado del Camino.


La libertad de la miseria supone unificar todas las dimensiones humanas y ser unificador y redentor, liberador de los que nos rodean, siendo así discípulo de Cristo y seguidor del Maestro desde la propia pobreza y humildad. El camino al final nos debe llevar a darnos a los demás, siendo conscientes de que sólo desde Cristo, y no desde nosotros mismos, podemos realizarnos plenamente y ser constructores del Reino.


Sólo siendo cada vez más pequeños y dejando que él sea cada vez más grande y encontrándole por excelencia en los pobres y pequeños, aquellos que el ego desprecia, incluso el ego religioso, podemos alcanzar la meta de la vocación al Amor que Dios nos ha dado desde siempre.



lunes, 12 de abril de 2010

La huella de un retiro zen cristiano.


Acabo de regresar a casa de un retiro que podríamos llamar de zen cristiano, que creo ha sido muy provechoso para much@s de los que hemos participado en él (no diré tod@s para no absolutizar). Provechoso, en especial, por la aportación de cada un@ de los que hemos participado.



Se trata de un pequeño grupo de mujeres y hombres que a través del zen han llegado a descubrir el valor de la espiritualidad cristiana, en concreto, de la mística cisterciense y entienden que están llamados a vivir y a ofrecer a quien lo desee esta espiritualidad cristiana tradicional y, a la vez, nueva.



Este pequeño grupito, rebañito en lenguaje evangélico, intenta ser fiel a las tradiciones de las que bebe y ser fiel a su vocación de camino nuevo para la gente sencilla, anónima, aquell@s que no están llamados a grandes alturas místicas ni ascéticas pero desean profundamente el encuentro con el Amado, con Cristo y redescubren las bellezas, a veces ocultas por el pecado de los propios cristianos, de la Iglesia.


Como toda propuesta, aunque sea tan pequeña y poco significativa como ésta, encuentra en su camino amigos y enemigos, por simplificar. No siempre son amigos quienes nos alaban, por ello, no hablo de críticos y partidarios. Hay correcciones verdaderamente fraternas y no fratricidas.

Por un lado, aquellos más sensibles a la ortodoxia del zen o a la perspectiva oriental de la espiritualidad, como el advaitismo radical, pueden encontrar “heterodoxa” o inmadura la metodología y el mensaje. El grupo se ha vinculado a una escuela de zen minoritaria, la escuela sanzensha, formada por el movimiento religioso japonés Shingaku, que manteniendo lo esencial del zen (zazen, kin hin, silencio, dokusan, koan, relación con el acompañante…) relativiza y flexibiliza mucho los modos concretos de realizar esto (zazen puede hacerse en cojín, en silla o en banquito), no se antepone el silencio a un “buenos días” si la hermana o hermano nos saludan, la entrevista es un encuentro entre amigos que siguen el camino, ambos son maestros y discípulos, aunque uno sea el que coordina la práctica, la autoridad se la concedemos espontáneamente al otro cuando nos ayuda a crecer, los koan se extraen de los escritos de los Padres Cistercienses (San Bernardo, El Beato Guillermo de Saint-Thierry, San Elredo de Rieval…), etc…


Por otro lado, el mensaje del grupo es siempre relacional, la meta no es la “iluminación”, aunque estas experiencias de iluminación puedan darse sino la comunión con el Otro y l@s otr@s, experiencia de unión con el Cristo total, Dios, el hombre y el Cosmos; y desde esa experiencia ser constructores de comunión y redención, ser humanizadores y liberadores, teniendo en el corazón los sentimientos de Cristo, el Amado y el amante apasionado de tod@s y del Mundo, en especial, los más pequeños, los más pobres y excluidos, los que no cuentan y que en realidad son el fundamento que sostiene el mundo cuando vemos la realidad con su verdadero rostro (conversión- Mente Original) y no con los ojos de la mentalidad “mundana”(mente calculadora-búsqueda del poder, el dinero o el prestigio).


Algunos cristianos se asustan cuando oyen hablar del zen, confunden el zen con la nueva era, aunque en el documento vaticano sobre la nueva era (Jesucristo, portador del agua de vida) no se identifique al zen con la Nueva Era y aunque en la declaración “Nostra Aetate” del Concilio Vaticano II se hable de la santidad y verdad que hay en las religiones no cristianas y en el decreto “Ad gentes” se anime a los religiosos a que “consideren atentamente el modo de aplicar a la vida religiosa cristiana las tradiciones ascéticas y contemplativas, cuyas semillas había Dios esparcido con frecuencia en las antiguas culturas antes de la proclamación del Evangelio.” (Ad Gentes nº 18).


Es precisamente para dar cuerpo a este “mandato” del concilio Vaticano II por lo que existe hoy un zen cristiano.

Naturalmente es necesaria la prudencia y estos grupos pueden también equivocarse, por ello, el zen cristiano como toda “novedad” del Espíritu en la Iglesia debe ser acompañado por quienes en la iglesia ejercen el sercicio de la autoridad, pero acompañado no es lo mismo que perseguido o ahogado, porque correríamos el riesgo de perseguir al propio Espíritu y entrar en un camino autodestructivo dentro de la iglesia.



Debe pues estar abierto a la corrección fraterna de quienes ejercen la autoridad y también tiene derecho a esperar el aliento y el ánimo en todo aquello positivo que aporta a la Madre Iglesia. No puede nunca separarse de la comunión con ella porque entonces erraría con seguridad el camino, no sería fiel a su verdadera naturaleza y no aportaría belleza y bien a la armonía y la redención-liberación del mundo.

miércoles, 7 de abril de 2010

Comentario al Evangelio del día de Pascua por el P. Francisco R. De Pascual, monje cisterciense.


En estos días se reciben muchos “aleluyas” y muchos “pp-eses” con dibujitos y fotitos que hablan de la Resurrección del Señor, y no se parece en nada la cosa a la realidad, según mi parecer (aunque algunas cosas son muy “bonitas”, y llevan una gran carga en “megas”.

Pero me da la sensación de que vamos sustituyendo las sensaciones espirituales (o sea, las del espíritu) por las sensaciones agradables y estéticas que nos producen esas fotos y esos “pp-eses”. A muchos no les supone gran cosa, a nivel experiencial, por ejemplo, una Vigilia Pascual, y el día de Pascua, o el lunes, se dedican a enviar “pp-eses” con fotos y textos de lo más variopinto para tratar de expresar la alegría pascual y poner un poco de olor al relato de la Resurrección.

En fin, los cistercienses, a pesar de ser más austeros por tradición, llegada la época de la electrónica y las comunicaciones, y ya que tenemos fácil acceso a los ordenadores, pues también nos hemos sumado a todos los que envían “monaditas”, y así, como todos se las pasan a todos, al final ya no sabemos qué admirar, si las fotos tan bonitas que llegan, los textos que se adjuntan –que no se sabe muchas veces de quién son ni qué quieren decir-, y unas musiquitas de lo más dulce y enternecedor que te hacen abrir la boca de pura elevación…

Ya he dicho muchas veces que el paso de la cultura de la palabra a la cultura de la imagen trae sus consecuencias, positivas y negativas… El problema de las imágenes es que, en primer lugar, no son tan numerosas como las palabras; en segundo lugar, la imagen hay que registrarla en un soporte, de color o en blanco y negro; generalmente te llega ya manipulada, y sólo deja huella momentánea en la retina… enseguida desaparece; todavía somos o pertenecemos a la cultura de la palabra (nos acordamos de las palabras que nos dijo alguien que nos ha herido… pero no recordamos la cara que puso al decirlas… y a lo que damos vueltas es a sus palabras… no a la cara que puso…).

Las nuevas generaciones están menos dotadas para el mundo de la palabra (bueno, quiero decir que tienen menos sensibilidad ante la palabra), y viven más de imágenes. Por eso, si no tienen imágenes –estímulos- se quedan “en blanco”. Todos los padres dicen que hablar con sus hijos es como hablar con árboles. Y esto también se va metiendo en los monasterios.

Bueno, pero, como siempre, ya me estoy enrollando y corro el riesgo de perderme.

Yo a lo que voy es que dos semanas antes del domingo de Pascua los relatos litúrgicos de las lecturas y de los evangelios proclamados han sido de un contenido riquísimo en imágenes, en diálogos, en contrastes, en cuadros distintos en un mismo relato, en enfrentamientos violentísimos verbalmente (¡y habría que haber visto las caras de Jesús y los fariseos!). Lo malo es que, generalmente, los lectores de esas lecturas no relatan bien, no entonan debidamente, no distinguen entre cuadro y cuadro del relato, lo hacen todo seguido, sin énfasis, sin pasión, sin admiración por lo que leen (y así no pueden transmitir admiración a los demás…). Y no es que enfaticen más o menos las frases; generalmente se les escapan los pequeños detalles del relato, esos en los que hay que detener un poco la voz, modularla, y, si es posible, mirar un poco al auditorio (como diciendo: “¡Eh, que esto es importante!”).

Ya me vuelvo a liar. Lo que quería decir es que a veces, y no quiero generalizar, esas mismas personas que han leído un poco chapuceramente las lecturas en la liturgia, luego van a un ordenador, y se componen un “pp-ese” sobre la resurrección con rosas, florecitas, cielos sin nubes, lucecitas y estrellas, y hasta ositos y gatitos que suben y bajan… y confunden la experiencia pascual –según las fotos que envían- con la amistad, con la inocencia de la infancia, con los mares del sur y las arenas de playas tranquilas… (que, en definitiva, es a donde nos gustaría ir a todos… y no podemos.. luego hay mucha proyección del inconsciente, ¡ojo!).

Bueno, a ver si entro en el tema de una vez.

Hay un detalle en el relato del día de Pascua sobre el que no he oído nunca comentarios, ni he visto cuadros, ni mucho menos fotos para los “pp-eses”.

Dice el evangelista del día de Pascua que “PEDRO Y JUAN ECONTRARON LAS VENDAS Y EL SUDARIO EN UN ÁNGULO DEL SEPULCRO, BIEN DOBLADOS”.

Jesús es que no dejaba pasar detalle. ¡Mira que ponerse a doblar las sábanas nada más resucitar! ¿Qué pensaría mientras las doblaba?

Estaría dando gracias al Padre, charlando con él; lo primero que se dijo fue: “¡Bueno, y ahora a por los chicos esos… que se van a quedar patidifusos nada más verme!”. Se tropezó con María, primero, camino de lago –los apóstoles se habían ido a pescar- y allí les preparó un tentempié con unos peces asados, y los esperó en la playa.

De hecho Jesús se pasó dos semanas de preparativos. Se preparó él mismo la entrada en Jerusalén (con un burro que cuidaba un amigo de Marta, pues ésta se lo preparaba al Señor para sus andanzas y que no destrozara tántas sandalias… iba a ser una sorpresa; pero Jesús lo sabía, pues Marta no se callaba nada…). Sobre todo se preparó bien la cena con sus discípulos (les mandó a casa de un amigo, donde Jesús había estado previamente viéndolo todo, cuidando los detalles, procurando un ambiente confortable…). Los ceporros de los apóstoles pensaban que era una cena de amigos; pero Jesús pensaba en algo más, y no era ese tipo de cena lo que Jesús preparaba esta vez. No se la dejó preparar a los apóstoles por eso, porque eran un poco ordinarios (de los que confunden la sencillez con la vulgaridad, sin querer ofender a nadie), y Pedro y los otros se hubieran puesto a asar el cordero en una hoguera, de cualquier manera, y lo hubieran llenado todo de humazo… Jesús encargó un cordero no asado, sino estofado, pues tenía “salsa”, y mojaban todos en ella.

Quizá se ha hecho del Evangelio algo “teológico”, “escriturístico” y “hermenéutico”… pero se nos han escapado las relaciones que hay entre los personajes a que se refiere la narración. Quizá por eso no sepamos relacionarnos “evangélicamente”, y nuestras relaciones sean más bien “hermenéuticas”…

Sí, efectivamente, Jesús era un detallista, y dejó sus mejores signos, sus mejores palabras, el tono más tierno de su corazón para ese momento.

La eucaristía no es sólo una reunión de amigos, un rato de convivencia, un estar juntos y luego si te he visto no me acuerdo. Los apóstoles se sorprendieron ante lo que Jesús hacía, como muchos cristianos –y también en los monasterios- quedamos sorprendidos por lo que se hace “en misa”, y a las misas las calificamos de “bonitas” o “aburridas”, como los “pp-eses”.

Jesús seguro que dobló las sábanas con calma, con mimo, como quien deja su testamento, las pruebas de que ha estado muerto. Y cuando salió del sepulcro respiró lleno de alegría otra vez: lleno los pulmones de aire, saludo al sol radiante de la mañana como a su “colega”… y fue buscando a sus discípulos, jugando con ellos, demostrando que les conocía, que sabía cuáles iban a ser sus reacciones, sabiendo dónde iban a estar, que pensarían.. Porque el tiempo que Jesús estuvo con sus discípulos le sirvió para conocerlos, para saber sus reacciones y prontos, para dejar en cada uno de ellos una impronta personal…

Y finalmente, se decidió a poner en ellos no palabras ni imágenes, ni reprimendas, ni milagros… puso en ellos pasión, alegría, gozo, y encendió su optimismo, les prometió estar con ellos hasta el fin de los tiempos. Sopló su Espíritu y volvió al Padre.



Con un fraternal recuerdo pascual.



FRANCISCO R. DE PASCUAL

lunes, 5 de abril de 2010

La alegría pascual brota de nuestro centro, y nos abre a la adoración, por Isidoro Mª Anguita, Abad de Huerta.





Quien camina cambia de lugar, pasa de un sitio a otro. Ese cambio puede denotar inestabilidad si vamos huyendo de nosotros mismos, buscando en otra parte lo que no hemos encontrado en la anterior. Pero también podemos ir de un lado a otro reconociendo todo como propio. Todo dependerá de si tenemos nuestro centro en nosotros o lo buscamos en los cambiantes lugares donde ponemos nuestro pie.

La Pascua es un paso, pero no un paso que se da fuera de nosotros, sino hacia nuestro centro, ese centro que nos da estabilidad en el movimiento, que afianza nuestro ser para poder caminar en la existencia de nuestra vida. Ese paso a nuestro centro no puede ser más que motivo de alegría y adoración, de paz en la turbación, que estabiliza lo inestable de la vida, alegrándonos y trascendiéndonos. ¿Quién no ha tenido la experiencia de estabilidad cuando estaba "centrado" e inestabilidad cuando no lo estaba, más allá de los acontecimientos que tenía que afrontar?

Es la alegría del que descubre su fuente. esa fuente de la que brota lo que verdaderamente somos y nuestra razón de ser, más allá de nuestros múltiples y diversos actos. Es el lugar de donde brotan nuestros deseos más profundos, el amor, la plenitud del que se sabe lleno, digno de amor y amado, confiando ciegamente en Quien lo ama.

La alegría es la exuberancia -no necesariamente ruidosa- de un corazón colmado que arquea los labios de nuestro ser y abrillanta el rostro del que experimenta una cierta hinchazón del espíritu. Es fuente callada en su profundidad, fuente que no puede dejar de manar dando vida a su paso, haciendo del surco de la vida un silencioso testigo de ello. Quien vive la experiencia del Resucitado -en palabras de San Pablo- "está siempre alegre porque sabe que el Señor está cerca" (Filp 4,4-5); ¿y qué hay más cerca que nosotros mismos?

En la espiritualidad cisterciense se nos invita a diferenciar entre "yo, lo mío y lo que me rodea" (aliud tu, aliud tui, aliud circa te). Siguiendo a S. Basilio y S. Ambrosio, se distingue entre lo que circunda al hombre (la creación), lo que pertenece al hombre (el hombre exterior, su cuerpo, sus sentimientos, etc.) y el hombre mismo (el hombre interior, hecho a imagen y semejanza de Dios). El hombre no se puede quedar en lo exterior, sino que está llamado a profundizar en lo más interior de sí, a bucear en su propio ser.

Un autor cisterciense de la primera hora expresaba la necesidad que tenemos de entrar dentro de nuestro interior y se lamentaba del olvido que mostramos de nosotros mismos, por lo que nos urge diciendo: "comienza a conocerte a ti mismo, a amarte a ti mismo, a poseerte a ti mismo", y más adelante: "Si quieres conocerte a ti mismo, poseerte, entra en ti mismo, no te busques fuera de ti". Ir a nuestro centro es ir a nosotros mismos y descubrir nuestra imagen divina, reconociendo en esa imagen el modelo: Dios mismo. Un ir a nuestro centro que no nos deja ahí, sino que nos trasciende.

El que está en su centro vive su búsqueda como un encuentro, está en lo que busca, hace de su esperanza una presencia. ¿Y qué es esto sino la adoración? La adoración contempla el misterio que le desborda, acoge lo que no puede retener, afirma lo que no puede demostrar, trasciende lo que está muy dentro de sí. La adoración vive en lo que confía sin apropiarse de nada, dejándose desbordar por aquello en lo que está sin poseerlo, por aquello en lo que es sin abarcarlo.

La adoración descubre y reconoce. Descubre el centro y en él pone su morada, hinca su eje que le permitirá abrirse a todo sin perder su estabilidad. Quien está anclado puede navegar por muchos mares sin miedo, aunque sienta el estremecimiento propio de las sorpresas. Veo tan difícil navegar sin haber ido primero al propio centro, como extraño haber llegado al propio centro y pretender dormirse en él sin salir al encuentro de los demás, cuyos centros proceden de la misma fuente que el mío y en ella se encuentran.

En este tiempo pascual estamos invitados a descubrir la presencia del Resucitado en nuestro centro, sepulcro vacío y lleno de vida, para escuchar su mandato: id y sed mis testigos, sin miedo, con alegría, anunciando su buena noticia y construyendo su reino.

domingo, 4 de abril de 2010

Feliz Pascua 2010


“Amiga, amigo: sea que te hallas en luz o en oscuridad, Jesús resucitado está contigo, y te dice: “La paz contigo”. Sea que te encuentres alegre o angustiado, está contigo el crucificado resucitado, la presencia amiga de Dios que nunca te abandonará. Dos palabras de paz y una presencia divina que todo lo envuelve, todo lo llena, todo lo transforma: eso es la Pascua en medio de todas nuestras cruces. Aunque nuestros ojos están demasiado ciegos y nuestros oídos demasiado sordos, Jesús se nos aparece: “La paz contigo. ¿Por qué tienes miedo? Pálpame. Y marcha tranquilo. Vive feliz, y procura curar las heridas del prójimo”.
José Arregui.


viernes, 2 de abril de 2010

“¿Qué va a pasar con los monasterios dentro de poco? ¿Habrá que cerrarlos o se extinguirán por sí mismos?”.








Voy a tratar de ser claro en la medida de mi propia experiencia y de mi saber, y no voy a hacer de profeta de calamidades, sino de profeta de esperanza.


Los años 60, los del pre y postconcilio Vaticano II, fueron años de grandes convulsiones en Europa –que de una forma u otra han durado hasta la caída del muro de Berlín, la clarificación del fiasco del comunismo y la puesta en marcha de una aún precaria Unión Europea-. Poca gente de sociedad y de Iglesia era clarividente en los 60 para prever el futuro que se nos ha venido encima y el cambio tan rápido, profundo y universal que han sufrido todas las estancias sociales, cambio que ha repercutido notablemente en la concepción de lo religioso, la familia, los valores “tradicionales”, la educación y la gestación de la idea del mundo como “aldea global” (y ello en medio de un vertiginoso descenso de la natalidad en Europa y de una continua presión de inmigrantes de África y Asia).



Tras los años 60 se produce una gran crisis en la vida religiosa y monástica en Europa, caracterizado por grandes abandonos y escasos ingresos, lo cual se observa hoy día claramente en el índice de edad media de las comunidades, tendentes al envejecimiento. Los monasterios ya no son lugar de refugio ni de promoción humana, como sucede siempre tras una gran crisis social (en España en la posguerra civil y en Europa y USA tras la II Guerra Mundial, por ejemplo). En Europa (y más concretamente en España, y particularmente en el caso de las monjas) existen demasiados monasterios, y muchos de ellos –aunque artística y arquitectónicamente admirables- poco confortables para una vida con las nuevas comodidades que ofrece la sociedad a la clase media, habitados por comunidades “mayores” y, en bastantes casos, poco receptivas ya prácticamente incapaces de recibir nuevas vocaciones.




La juventud actual sufre un retraso (provocado por los sistemas educativos y las condiciones económicas y laborales) en su decisión de elegir una vocación, y los valores culturales en que se ve envuelta favorecen más la “actividad social” como medio de realización que el cultivo de los valores que propiciarían una dimensión contemplativa de la persona. Por otra parte, muchas personas de entre 25 y 30 años encuentran a las comunidades monásticas actuales muy “ancladas” en estructuras del pasado, resultándoles difícil encontrar entre los monjes auténticos guías espirituales, y, en la vida diaria de la comunidad, la liberación de ciertas preocupaciones y trabajos que favoreciera una mayor dedicación a la formación en la vida y disciplina contemplativas.


Finalmente, en los últimos años, debido a las causas señaladas, el mayor conocimiento en muchos sectores seculares de métodos de oración y meditación, de experiencias contemplativas entre laicos, de reuniones, seminarios, retiros, etc., tendentes a descubrir la vía contemplativa en medio de la actividad secular, ha contribuido a que, por una parte las vocaciones que llaman a las puertas de los monasterios sean más exigentes en el itinerario contemplativo –dentro de las incongruencias de muchos jóvenes- y, por otra, que sólo los monasterios y comunidades que son capaces de entrar en diálogo y saber formar a estas personas tienen garantizada su perseverancia y desarrollo contemplativo.


Y dentro de este ‘finalmente’ del párrafo anterior, unas líneas nada más para apuntar que hay un renacer de nuevas comunidades contemplativas con formas y costumbres que aunque inspiradas en los usos benedictinos y cartujanos, carecen, por el momento, de los montajes de las grandes abadías, lo cual les permite una vida contemplativa más fluida y desahogada (y mucho más atractiva para los jóvenes de hoy…).


En fin, la vida monástica tiene ante sí muchos retos. No es el más importante, ni el que debe polarizar sus esfuerzos, la supervivencia de muchas comunidades (que en los próximos años ciertamente desaparecerán… y de hecho ya están desapareciendo); más bien el reto es que las comunidades monásticas se hagan cada vez más contemplativas en consonancia con lo que fue y será siempre el origen del monacato: la fidelidad al Evangelio y la exclusividad en cultivo de la interioridad. Sé que muchas comunidades están empeñadas en esta tarea, a pesar de variadas dificultades, y sé que Vds. podrán encontrar en ellas el reflejo vivo de lo que en realidad son, al margen de lo que hagan (que a veces es lo que más se ve…).



No sé si he dicho lo que Vds. deseaban oir. Pero muchos monjes y monjas de los monasterios de hoy, en su vida sencilla, oculta, comprometida, siguen cantando en sus himnos del oficio de vísperas esta estrofa maravillosa, que define muy bien lo que es un contemplativo:



Dichoso el fascinado por tu rostro, Señor Jesús,
y cuyo amor en todo vio la huella de tu imagen.
Dichoso el despojado por presencia: Tú le invadiste,
asido a Ti te deja ver su vida en transparencia.
Viviente icono de tu misterio en el camino:
dichoso aquel, Señor Jesús, que pasa
en tus manos contigo al Padre




Francisco Rafael de Pascual, ocso,
Abadía Cisterciense de Sta. Mª de Viaceli,